Nueva York
Nuestra entrevista era un sandwich entre la conferencia de prensa que el presidente mexicano, Vicente Fox, iba a dar a los medios de comunicación de México y su reunión (off the record) con la junta editorial del periódico The New York Times. “La entrevista con ustedes está pautada de las 8;50 de la mañana a las 9;05”, me informó uno de los encargados de prensa internacional de Los Pinos. El anuncio me tomó por sorpresa. “¿Qué pasó con la media hora que nos habían prometido?” pregunté. “La agenda del presidente está muy cargada”, fue la respuesta. No tuvimos más remedio. Para eso habíamos viajado a Nueva York.
Las cámaras de televisión estaban listas cuando el presidente Fox entró al salón Sutton 1 del hotel Intercontinental de Manhattan. Con traje oscuro, camisa blanca y corbata de cuadritos azules era difícil imaginárselo a caballo en su rancho de Guanajuato; las botas había sido reemplazadas por unos cómodos mocasines negros. Las 18 reuniones que había tenido el día anterior no parecían haberlo agotado. Fox preguntó si la entrevista sería en inglés. “Va a ser en español”, le dije y apreté el cronómetro de un viejo Timex por el que pagué 12 dólares hace ya varios años. “¿Listo?” le pregunté al presidente y comenzamos la entrevista.
-“¿Cómo le fue en el almuerzo (en la ONU) con George W. Bush? ¿Sigue siendo su amigo?”, lancé para empezar.
-“Sí, siempre ha habido una buena relación de amistad”, me dijo. “Y francamente esa amistad permite expresar posiciones sin riesgo de represalias.”
Cuando le mencioné que el gobierno norteamericano estaba molesto con él por la tardía reacción de apoyo de México a Estados Unidos después del 11 de septiembre del 2001 y por no haber votado a favor de la guerra contra Irak, Fox estuvo en desacuerdo: “De ninguna manera tengo esa percepción de que haya ningún norteamericano enojado con el presidente de México; al revés.”
Cuando le comenté que no parecía haber ninguna posibilidad de un acuerdo migratorio a corto plazo con Estados Unidos, respingó: “¿Quién te dijo?”.
-“Hay que seguir trabajando, vamos a ver”, me dijo, “el propósito es que haya un acuerdo migratorio; lo quieren mis paisanos en Estados Unidos”.
-“Pero no lo quiere Bush”, insistí.
-“Lo quiere el presidente Bush”, me corrigió, “cuando se den las condiciones”.
Sería el tema de la desilusión de los mexicanos con su presidente -y no el de la relación de México con Estados Unidos- el que predominaría durante la entrevista:
-“Hay muchos mexicanos que están desilusionados con su gobierno, tanto en México como en Estados Unidos”, le comenté, “Usted había prometido crecer económicamente, resolver el problema de Chiapas, meter a la cárcel a los peces gordos, como usted llamaba, y muchos creen que no ha cumplido”.
-“Bueno, tú pareces tener mucha información con la cuál no concuerdo”, me contestó. “Los mexicanos seguimos llenos de esperanzas, seguimos con un gran compromiso luchando por nuestro país. Estamos claros de que han sido dos años difíciles.” Luego me comentó que su gobierno había logrado reducir la pobreza en México en un 17 por ciento y mejorar la distribución del ingreso. Al ver que mi cara denotaba cierto escepticismo, me dijo que eso estaba confirmado por la CEPAL (Comisión Económica para América Latina).
Ya había entrevistado a Fox el 3 de julio del 2000, un día después de ganar las históricas elecciones con que terminaban 71 años del PRI en el poder. Y en esa ocasión me dijo que él quería crear en México un millón 350 empleos por año y crecer la economía al siete por ciento anual. Le llevé la cinta de video de esa declaración y, mientras la reproducía la grabadora, me dió la impresión que Fox regresaba a uno de los mejores momentos de su vida. Pero al apretar el STOP de la grabadora el sueño terminó.
-“Muchos mexicanos dirían que no ha cumplido”, le dije a Fox.
-“Bueno”, me comentó todavía pensativo, “en esa meta en particular puedes ponerlo de esa manera; se presentó una situación difícil a partir del 11 de septiembre (del 2001) donde todos los países estamos en las mismas circunstancias.
La desilusión, sin embargo, se extiende también con los mexicanos en el exterior.
Le recordé que él había dicho que iba a ser un presidente “para todos” pero que muchos mexicanos en Estados Unidos “creen que no hay acuerdo migratorio, no hay nada concreto sobre el voto de los mexicanos en el extranjero y siguen muriendo mexicanos en la frontera”.
-“¿Le ha fallado usted a los mexicanos en Estados Unidos?” pregunté.
-“Tú le pones muchos adjetivos a los temas”, me dijo. “Yo sigo en contacto directo con mis paisanos aquí en Estados Unidos. Y (va) un gran reconocimiento para ellos porque ellos están enviando este año a México, a sus familias, una cifra superior a los 12 mil millones de dólares; más de lo que México obtiene por turismo, más de lo que obtiene por petroleo, más de lo que obtiene por inversión extranjera en promedio.”
Me pareció extraño que presumiera de los mexicanos que habían decidido irse de México y se lo dije. “Sí”, respondió, “pero son mexicanos exitosos…son muy cariñosos con sus familias y con su país. Están muy cerca de México.”
Muy cerca de México, también, ha estado el expresidente Carlos Salinas de Gortari. Y era obligado preguntarle sobre un personaje a quien muchos consideran el símbolo de la corrupción gubernamental en México.
-“¿Usted considera que el gobierno de Salinas de Gortari fue ‘nefasto, siniestro y corrupto’ como sugirió el alcalde de la ciudad de México (Andrés Manuel López Obrador)?” inquirí.
-“No”, dijo Fox, ‘yo no tengo las mismas opiniones. Cada quien es libre en México de decir lo que considere oportuno. Ese es el gran logro del cambio democrático en nuestro país. Respeto el punto de vista de cada quien.”
-“¿Fue un gobierno corrupto (el de Salinas)?” repetí.
-“Nosotros estamos aplicando la ley en todos y cada uno de los casos que se han presentado y continuaremos haciéndolo”, dijo sin responder a la pregunta.
Fox, que como como candidato presidencial tanto había criticado al PRI y a Salinas, ha suavizado -y mucho- sus opiniones. Lejos quedaba el ranchero entrón que se burlaba de Salinas mostrando unas largas orejas de cartón. Lejos quedaba el candidato que había prometido meter en la cárcel a los “peces gordos”.
Sobre la posible candidatura presidencial de su esposa Marta Sahagún fue igualmente evasivo.
-“Su esposa Marta Sahagún ha dicho que se lanzaría como candidata a la presidencia si un hombre se lo pide”, mencioné, “es obvio que ese hombre es usted”.
-“¿Por qué es tan obvio?” respondió seco.
-“¿Usted cree que Marta Sahagún sería una buena presidenta?” cuestioné.
-“Yo puedo decir que está haciendo un gran trabajo en México y lo va a seguir haciendo.” Continuó Fox. “Después, el tiempo dirá.”
Me quedé con la duda. ¿Qué es lo que dirá el tiempo? ¿Si será una buena presidenta? ¿Si Marta lanzará su candidatura presidencial? No me pude quedar en el tema. El cronómetro corría implacable y ya veía nerviosos a algunos de los asesores del presidente Fox moviéndose detrás de mi cámara. Salté al tema que, sin duda, sería el más incómodo.
Durante varios días había visto en la prensa mexicana y en la internet menciones indirectas sobre el posible uso de antidepresivos por parte del presidente Vicente Fox. Eran rumores más que información sólida, verificable. Es como si estuvieran buscando una explicación médica a la a veces pasiva actitud presidencial. Pero para mí, sin duda, esto constituía un dilema ético. ¿Es válido preguntar sobre la vida privada de un personaje público? Lo discutí previamente con varios compañeros periodistas y al final concluí que sí era válido hacer la pregunta si esa vida privada podía afectar, de alguna manera, la toma de decisiones en un gobierno y, por lo tanto, la vida pública de México.
Un amigo me recordó el amplio debate que hubo en Estados Unidos cuando Dick Cheney fue nombrado candidato a la vicepresidencia por el partido Republicano. Sus varios ataques al corazón fueron tema de intenso escrutinio por parte de la prensa antes y después de las elecciones del 2000.
Después de las preguntas sobre Salinas de Gortari y Marta Sahagún percibía ya cierta incomodidad en el presidente y, más aún, en sus asesores. Uno de ellos me empezó a hacer señales con las manos. Pero me lancé a hacer la siguiente pregunta, aunque todavía con dudas:
-“¿Los mexicanos tienen el derecho de preguntarle si usted toma antidepresivos?”, le dije a Fox. “¿Es legítimo?”
-“Preguntar sí”, me contestó Fox. Me llamó la atención que su cara no denotaba ningún tipo de emoción. “Tu también tienes el derecho. Pregúntame”.
Ya no me podía echar para atrás. Y le pregunté:
-“¿Toma usted Prozac?”
-“No”, fue su respuesta. Tajante. No dijo más.
-“¿Por qué se ha convertido esto en un tema en México?” le pregunté, tratando de aflojar la tensión del momento. No funcionó.
-“No sé de donde recoges tu información”, dijo Fox, volteando a ver a sus asesores.
-“He escuchado varios informes, por eso le quería preguntar directamente”, contesté.
-“Ya me preguntaste”, dijo Fox, “ya te contesté: no”.
-“¿Cree que los periodistas nos estamos metiendo demasiado en la vida privada de usted y de Marta Sahagún?”, le solté, dándole una nueva oportunidad de criticar mi pregunta.
-“No, para nada”, contestó gris, serio. “Ustedes tienen la libertad absoluta de preguntar y yo la libertad absoluta de responder. La libertad de expresión en México es hoy uno de los grandes, grandes logros de nuestra democracia.”
Vi mi reloj. Aún tenía varios minutos de entrevista. Cambié de tema, para suavizar el ambiente. El presidente aprovechó la oportunidad, pero dejó de verme y se dirigió directamente a su cámara para enviarle un mensaje a los mexicanos en Estados Unidos.
Fue ahí cuando dos personas del entorno presidencial detuvieron la entrevista. “Ya, Jorge, ya”, dijeron. El presidente se paró, se despidió parco, de mano, y salió rápido del salón. No se quedó para las fotos, como en otras ocasiones. Un mar de espaldas azules, grises y negras huyó también por la puerta. Y el lugar se quedó en silencio. Revisé mi cronómetro y decía 12 minutos y 42 segundos. Aún me faltaban dos minutos y 18 segundos de entrevista. Volteé a mi alrededor pero, de pronto, ya no había nadie a quien reclamárselo.