Montañas de Tora Bora al este de Afganistán
¡BOOOM! Una y otra vez. ¡BOOOM! ¡BOOOM! No puedo ver la batalla pero la oigo. Las bombas norteamericanas y las balas de las ametralladoras y de los fusiles Kalashnikov de fabricación rusa suenan opacas; al explotar hacen eco en las montañas y pueden ser escuchadas a kilómetros de distancia. ¡BOOM! ¡BOOOM! ¡BOOOM!
Las últimas dos noches no pude dormir por los constantes vuelos de los aviones norteamericanos B-52 sobre las montañas de Tora Bora donde algunos creen está escondido Osama. (En el mundo árabe todos se llaman únicamente por su primer nombre.) De hecho, en esta región nadie ha podido dormir. Los combatientes de la llamada Alianza del Este -que componen tres grupos tribales- han ido ganándole terreno a los más de mil talibanes atrincherados durante casi dos semanas en estas inhóspitas montañas. Pero ni siquiera los bombardeos aereos estadounidenses han doblegado a los talibanes, que cuentan entre sus filas a bien entrenados y fieros soldados árabes, chechenos y paquistaníes.
Sin embargo, esta batalla por Tora Bora no importa. Tampoco importan las condiciones de rendición impuestas sobre los talibanes. Lo que importa es saber si Osama bin Laden está escondido aquí.
El comandante Malang Yar de la Alianza del Este me asegura que Osama sí está escondido por aquí cerca. En eso, valga la aclaración, coincide con las sospechas del Pentagono y las declaraciones del Jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, Richard Myers. Aunque los soldados bajo el mando del comandante Yar no están tan seguros.
“Osama es como un pájaro”, me dijo Janmohd mientras acariciaba su ametralladora como si fuera un bebé. “Y la montaña es muy grande”. “Sólo Alá sabe”, confirmó su exhausto compañero Maselkhan, sobándose la barba en una de las muchas pausas de este combate. Ayabgul, otro de los guerreros de la tribu Agam, sugirió que debían buscar a Osama cerca de la frontera de Afganistán con China. No aquí. La verdad es que nadie sabe.
No pude encontrar a una sola persona que conociera a alguien que hubiera visto a Osama en las montañas de Tora Bora. Ni una. Y pregunté decenas de veces con la ayuda de mi traductor Naim; él les preguntaba a los guerreros en pashto -la lengua que predomina en esta región- me lo comunicaba en inglés y yo lo apuntaba en mi libreta en español. Los rumores de que Osama anda por aquí surgen de comunicaciones de radio en árabe interceptadas por los enemigos del talibán. O sea, dicen saber de Osama de puras oídas.
Ni yo ni nadie ha visto a Osama bin Laden recientemente. Pero el sinuoso y accidentado camino de la población de Jalalabad a las montañas de Tora Bora -me tardé dos horas y media en recorrer sólo 50 kilómetros en una camioneta 4X4- sí me abrió los ojos a las desdichas legendarias del pueblo afgano.
En ese trayecto conocí a Mohamed, un hombre de 35 años (aunque parece de 50) que perdió la pierna izquierda al pisar una mina. Aún así Mohamed tuvo suerte. “Los dos amigos que me acompañaban”, me contó con cara alargada, “murieron”. Alrededor del aeropuerto de Jalalabad -bueno, en realidad es una ondulada pista de aterrizaje llena de hoyos- hay rojos letreros en inglés, árabe y pashto adviertiendo de minas colocadas durante la ocupación rusa (1979-1989). Afganistán, en guerra durante 22 años, tiene en su territorio más minas antipersonales que cualquier otro país del mundo.
En eso Afganistán sí es el número uno. Y también en la lista de naciones más pobres del planeta. La intensa sequía de los últimos cuatro años sólo permite sobrevivir a los menos débiles. Antes de llegar a las montañas me topé con los niños empolvados de los planos del Chapliar. Es una zona desértica con una finísima arena que evita que corran las lágrimas y los mocos en los rostros de los niños. Tras ver empolvada de pies a cabeza a una niña de cuatro años -tan sorprendida de conocer a un extranjero como yo de su penosa apariencia- es fácil entender porque en este país uno de cada cuatro infantes no cumple los cinco años de edad. Cada vez que pasaba con la camioneta, empolvando aún más a esos niños del desierto, me golpeaba la sensación de que no durarían mucho tiempo más parados ahí; sin agua, sin comer, sin soñar.
Las casas del campo afgano son como pequeñas fortalezas de barro y madera, cuadradas, sin agua, teléfono, electricidad ni imaginación. Y se amontonan como en esas estampas bíblicas que tratan de retratar la vida de hace dos mil años. Esas casas esconden a algunas de las personas más pobres que he visto en mi vida; he visitado más de 50 países en cinco continentes y nada me preparó para enfrentar la pobreza y la violencia que se ensañado la gente de Afganistán.
El mundo, sí, se ha pasado los últimos meses a la caza de Osama. Y ojalá -esta es una palabra de origen árabe- lo agarren pronto porque este derruído, paupérrimo, Afganistán no aguanta mucho más. A este país -que no sale de una guerra para entrar en otra- le urge que la comunidad internacional centre su atención en aquellos cuyos nombres nadie conoce…como los niños empolvados de los planos de Chapliar. Pero, no. Por ahora el mundo quiere saber ¿dónde está Osama bin Laden?
Y garabateo todo esto mientras una bomba más hace temblar la tierra y mi pluma no puede contener las palabras dentro de las lineas de la libreta de apuntes. ¡BOOOM! Una y otra vez.¡BOOOM! ¡BOOOM!