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ADICTOS AL CELULAR

Ashville, Carolina del Norte

Estaba cenando con mi hija Paola en un restaurantito italiano, en la falda de los montes Apalaches, cuando me di cuenta que algo faltaba. Se respiraba tranquilidad. Nadie se movía rápidamente. Las personas en las otras mesas conversaban casi en susurros. Se oía claramente el chocar de los cubiertos en los platos de fettucine, carpaccio, ensalada caprese y tiramisú. Pero faltaba algo. Claro. ¡Faltaban los teléfonos celulares!

La ciudad donde vivo -Miami- y la gente con la que trabajo -periodistas- son tan adictos a los teléfonos celulares que mi idea de normalidad es comer al ritmo de los riiiiings y de los biiiips. Bueno, los teléfonos de hoy en día son tan complejos que casi podemos escuchar una sinfonía completa -no exagero- cada vez que suenan.

“Es para saber que me hablan a mí”, me comentó una amiga cuyo celular entona una canción de caballería cada vez que le llaman. Y en eso tiene razón. He estado en reuniones donde el sonido de un teléfono celular hace que todo el mundo se detenga a buscar si es a él o a ella a quien llaman. Hace poco, en el cine, presencie una chistosa escena en la que personas de varias filas buscaban su teléfono para asegurarse que no eran ellos los que interrumpían groseramente la película. Mi amiga no tiene ese problema. Cuando la llaman, todos saben que es a ella.

Los celulares se crearon, supuestamente, para facilitarnos la vida. Pero hay gente encadenada a ellos. No sé por qué, pero la llamada a un celular denota cierto sentido de urgencia. Conozco a muy pocos que se pueden resistir a la tentación de contestar la llamada a su celular. Y nunca, nunca, me ha tocado estar con alguien que interrumpe nuestra conversación para contestar el celular y cuya llamada ha sido, efectivamente, una emergencia. Nunca.

Un par de restauranteros en la ciudad de Seattle saben eso y han prohibido la entrada al establecimiento a cualquiera que no apague su celular. Punto. Quien tenga prendido su celular, no come. Un compañero de trabajo, muy flaco, no podría ir a esos restaurantes. En el cinturón siempre trae colgados dos celulares; uno de la empresa y otro personal. Además, carga un beeper y un agenda electrónica (Palm VII). El no sabe desconectarse. Al contrario, para él la tranquilidad es estar conectado y saber que cualquier persona importante en su vida -laboral o familiar- puede localizarlo en cualquier lugar del mundo. Mi amigo no está sólo en su adicción celular. En los Estados Unidos, 100 de los 275 millones de habitantes tienen un teléfono celular. Y en los países escandinavos una de cada dos personas, niños incluídos, cargan el aparatito.

Desde luego lo entiendo. It’s very convenient. Cuando mi hija de 13 años sale con sus amigas, lleva un celular. Mi mamá, mi esposa y mi hermana cargan un celular. Y cuando dejo a mi hijo de dos años en casa, yo soy el que lleva un celular. Pero salvo en los casos en que verdaderamente tengo que estar localizable, traigo el celular apagado.

Y mucha gente no me entiende. “Te llamé al celular y no contestate”, me reclaman, como si fuera una obligación tenerlo encendido. En realidad, tengo una idea muy egoísta del celular; el aparatito me debe servir a mí y no yo a él.

Lo sé. Estoy en la minoría. Donde vivo se habla por teléfono a todas horas. Es una adicción parecida a la de la internet (pero no me quiero quemar ese tema en éste artículo). Pero la del celular -o móvil como le dicen en España- tiene la agravante de poderse transportar en cuatro ruedas.

Hace unas semanas leí un informe que comparaba a las personas que hablan por teléfono mientras conducen con aquellas que han tomado alcohol antes de manejar. En realidad no hay mucha diferencia. El celular nos fuerza a tener por lo menos una de las manos lejos del volante y la concentración se va a millas de distancia. Varios estados norteamericanos han intentado, sin éxito, prohibir el conducir mientras se habla por el celular. Y en España el deporte urbano de moda es hablar por el móvil sin que te pille la policia; ahí sí es un delito. Legal o no, los accidentes provocados por conductores con celulares van en aumento.

Pero nada ha podido menguar ésta moderna adicción, ni siquiera las lejanas sospechas -nunca confirmadas- de que la radiación de los celulares supuestamente pudiera estar vinculada a ciertos tipos de cancer del cuello y la cabeza. Las empresas de telecomunicaciones dicen que no hay ningún riesgo, pero la prensa no ha quitado el dedo del dial. La revista Newsweek recientemente escribió un artículo al respecto con el incómodo titular: “¿Es su celular realmente seguro?”

Seguro o no, el número de usuarios continúa aumentando y la Organización Mundial de la Salud calcula que para el año 2005 habrá en el planeta 1,600 millones de personas usando un celular. Realmente no me puedo imaginar un mundo sin celulares; no sé como nos las arreglábamos sin ellos. Pero eso no ha cambiado mi filosofía celular; deben estar a nuestro servicio y no al revés.

De todo esto platicaba con mi hija Paola una suave noche en un pequeño restaurante italiano de Carolina del Norte donde no sonó ni un sólo teléfono celular -¡ni uno!- en toda la cena. Y qué rico cenamos.

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