La guerra es el fracaso. Es la demostración de que todo lo demás falló. Es la triste confirmación de que la fuerza bruta se impuso a la inteligencia. Por lo tanto, lo único que queda es matarse. Colombia lleva casi cinco décadas viviendo así. Ya basta. Hay que apostar por la paz y buscar algo mejor que matarse.
Colombia no debe distraerse de su búsqueda por la paz. Su conflicto limítrofe con Nicaragua no debe ser una excusa para archivar el asunto hasta mejores tiempos políticos. Una Colombia en paz será, sin duda, una Colombia más fuerte y congruente hacia fuera.
Fue muy valiente la decisión del gobierno del presidente Juan Manuel Santos de iniciar un diálogo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en Noruega y Cuba. Lo más fácil hubiera sido seguir atacando a las FARC, como lo hicieron los gobiernos que lo precedieron. Pero esa estrategia tiene dos graves problemas: uno, no habría acabado con la guerrilla y, dos, pospondría el conflicto y la violencia por varios años más.
He oído todos los argumentos para seguir la guerra: que las FARC son terroristas, que siguen matando y secuestrando, que es insoportable oírlos hablar desde Cuba, que viven del negocio del narcotráfico y no lo van a dejar, que entrarían a una normalidad política sin castigo y con plena impunidad, y que solo se trata de una estrategia militar para ganar tiempo, terreno y reputación internacional. Todo esto puede ser cierto. Pero aún así hay que apostar por la paz para Colombia en el 2013.
Los dos grandes líderes de la paz en el mundo, el expresidente sudafricano Nelson Mandela y el Dalai Lama, apostaron por la negociación, no por la extensión de la guerra. Mandela pudo haber iniciado una revolución armada tras salir de la cárcel. Pero en cambio apostó a negociar con el gobierno racista que lo encarceló por 27 años. Y ganó. Sudáfrica abolió el racismo, se convirtió en una democracia y Mandela llegó a la presidencia con votos, no con balas.
El Dalai Lama, que fue obligado a salir del Tibet en 1959 por el ejército chino, aún confía en la estrategia de no violencia para recuperar su nación. Hace poco, en un tweet a sus más de cinco millones de seguidores, el Dalai Lama refrendó esa filosofía:
La historia claramente nos demuestra que la violencia no puede resolver nuestros problemas.”
Colombia, aunque le duela a muchos, está siguiendo el ejemplo de estos dos premios Nobel de la paz. La guerra es lo más sencillo porque tiene un resultado seguro: más muerte. Pero el gobierno colombiano quiere lo más difícil: una paz duradera.
La paz –repitamos el credo- se hace con nuestros enemigos, no con nuestros amigos. Es falso el argumento de que se puede acabar con las guerrillas de las FARC por la fuerza. Si eso fuera posible, muchos presidentes ya lo hubieran hecho. Aunque se redujo de manera significativa el número de combatientes con la antigua estrategia de “seguridad democrática’, sería prácticamente imposible exterminarlos por completo.
En esta época de terrorismo mundial, basta un guerrillero con una bomba en un avión o en un centro comercial para desechar la absurda idea de que el gobierno puede acabar con todos y cada uno de los miembros de las FARC por la fuerza. Y por más chocante e injusto que nos parezca, prefiero ver a un guerrillero integrado a la sociedad civil poniendo una nueva ley en el congreso que poniendo un coche-bomba en el norte de Bogotá. Eso es lo inteligente.
La guerra es lo que más atrasa a Colombia. Mientras el mundo avanza conectando nuevos mercados y tecnologías, los colombianos siguen atorados con una vieja guerra de medio siglo. Es imposible ver hacia delante con tranquilidad cuando te están disparando por la espalda.
Existe, lo sé, un impedimento ético para continuar con las pláticas de paz. Con los terroristas no se negocia, dice el mantra de las naciones libres. Si Estados Unidos no negocia con Al Kaeda ¿por qué el gobierno colombiano negocia con las FARC? Ante esto basta decir que el gobierno de Juan Manuel Santos no podía desaprovechar la oportunidad de negociar con un grupo dispuesto a deponer las armas y que ha establecido un alto al fuego unilateral hasta enero.
La pérdida de Colombia de miles de kilómetros cuadrados de mar territorial frente a Nicaragua -como decidió recientemente y de manera inapelable la Corte Internacional de la Haya- ha erosionado la popularidad del presidente Santos y su visión del país. Pero ese conflicto internacional (que se extenderá por años más) no debe ser utilizado para descarrilar las pláticas de paz. Son dos asuntos distintos. No los mezclemos. La búsqueda de la paz no es solo un proyecto del presidente. Es, también, la aspiración de millones de colombianos.
Palabra mata bala. ¿Por qué los colombianos se van a seguir matando entre sí cuando existe la posibilidad de conversar? Al final, el mejor argumento para negociar la paz es que, si las negociaciones no funcionan, siempre habrá tiempo después para la guerra. Mucho tiempo.
Por Jorge Ramos Avalos
(Diciembre 10, 2012)