San Antonio, Texas.
A Angel no le gusta que le digan que era un “coyote”. “Yo solo ayudaba a la gente a cruzar la frontera”, me dijo. “Nosotros nunca nos llamamos a nosotros mismos ‘coyotes’, ‘polleros’ o ‘traficantes’”.
Angel formaba parte de un grupo de unas 40 personas en la colonia Hidalgo en Laredo, México, cuyo negocio es cruzar indocumentados hacia Estados Unidos. “En total habré cruzado a unas tres mil personas en 25 viajes.”
La especialidad de Angel era cruzar a niños. Angel los ayudaba a atravesar el río Bravo, en unas lanchitas o a nado, y luego se iba con ellos en una camioneta que los esperaba del lado americano. “Les compraba leche y pan a los niños para que no les diera hambre”, recuerda, “y les decía que comieran acostados en la camioneta para que no los vieran los de la migra”. Angel presume que nunca lo agarraron los agentes del Servicio de Inmigración y Naturalización. Lo hacía tan bien que los inmigrantes, agradecidos por haber cruzados a sus hijos sanos y salvos, le ofrecían “vacas y lotes en todas partes de México”. Angel, aparentemente, era un angel para sus mojados.
El equipo de Angel tenía sus trucos perfectamente practicados. Había dos rutas posibles para llegar desde el cruce del río hasta San Antonio. Entonces, enviaban primero a una camioneta vacía para asegurarse que no hubiera patrullas de la migra en la carretera. Pero si por mala suerte aparecía una patrulla en el camino, la camioneta vacía aceleraba a alta velocidad para llamar la atención de los agentes de migración y permitir que la otra camioneta -cargada con niños e inmigrantes indocumentados- pasara desapaercibida. “Lo peor que podía pasar es que le dieran un ticket (una multa) al chofer de la camioneta vacía”, me dijo con una risa.
No era un mal negocio para Angel. El ganaba 500 dólares por cruzada más 100 dólares para la gasolina. Sin embargo, sus compañeros se llevaban la tajada más grande.
En esa época, entre 1983 y 1986, se cobraban 350 dólares por cada persona que cruzaba y no se pedía el dinero por adelantado. Hoy no hay “coyote” que acepte menos de mil dólares por llevar a un indocumentados de la frontera con México a San Antonio o Houston.
Angel no se piensa a sí mismo como un traficante de indocumentados. “Mientras haya quien quera cruzar, habrá gente como yo”, me contó, como defendiéndose. Y tiene razón. Al menos la mitad de los ocho millones de inmigrantes indocumentados que hay en este país tuvieron que cruzar ilegalmente por la frontera entre México y Estados Unidos. (El resto lo hizo por avión y luego se quedó más allá de la fecha que establecía su visa de turista, negocios o estudiante.)
Los sistemas de vigilancia se han incrementado en la frontera, particularmente después de los actos terroristas del 11 de septiembre. Pero los inmigrantes indocumentados siguen cruzando. Mil por día. Lo que pasa es que ahora lo hacen por lugares más peligrosos, donde corren el peligro de morir por frío, calor o de perderse en desiertos y montañas.
Por esto, los “coyotes” como Angel se han convertido en una necesidad: son producto de la falta de trabajos en América Latina y de las equivocadas políticas migratorias de Estados Unidos. Y si bien hay “coyotes” que matan, violan, chantajean y dejan a su suerte a los indocumentados, también hay otros como Angel que se preocupan genuinamente por ellos. El negocio del tráfico de indocumentados está vivito y colenado: nada ni nadie podrá detener el tráfico de indocumentados hasta que Estados Unidos no llegue a un acuerdo migratorio con América Latina.
Angel dejó la profesión porque se asustó. El negocio en la colonia Hidalgo, que comenzó como una simple ayuda de unos mexicanos a otros, poco a poco se fue corrompiendo. “Cuando me dí cuenta que le empezaron a meter drogas a las mochilas de los inmigrantes, me alejé”, me contó. Tras uno de sus viajes a San Antonio, ya no regresó. El tuvo suerte. Entre sus excompañeros de esa época “hay un asesino a sueldo y un narco detenido en una cárcel de Guadalajara”.
La ironía de esta historia es que Angel era norteamericano y nunca lo supo hasta que su madre, mexicana, se lo dijo cuando él ya era mayor de edad. Angel había nacido en Estados Unidos. Un buen día, Angel fue temblando con su acta de nacimiento a una oficina del gobierno norteamericano y le dijeron: “yes, you are an american”.
Angel trabaja como mesero en un restaurante frente al río de San Antonio pero, por obvias razones, prefiere que nadie se entere en cuál. Fue ahí que lo conocí. Yo esperaba que solo me diera el menú y tomara la orden. En cambio, me contó la historia de un “coyote” que está orgulloso de su pasado. “Ayude a mucha gente”, me dijo, ya de despedida. “Yo era un coyote bueno”.