Nueva York
Tanto George W. Bush como Vicente Fox están recién desempacados y muy verdes como presidentes. Hay que darles tiempo. Es injusto, todavía, juzgarlos como líderes de Estados Unidos y México respectivamente. Pero pronto tendrán que mostrar resultados o la gente se les va a poner muy molesta.
Los dos fueron buenos candidatos en campaña. Pero precisamente lo que caracterizó los meses previos a su elección –el contacto constante con los votantes, ver los problemas de primera mano, dialogar con opositores y enfrentar sus errores públicamente- es lo que no están experimentando como mandatarios. Y eso es peligroso.
El principal problema de todo presidente es que el poder le coma el coco y se le suba a la cabeza. Además, los mismos círculos de poder que lo protegen –secretarios, asesores y subalternos- dudan en decirle las cosas tal y como son. ¿Quién se atreve a decirle a un presidente, en su cara, que cometió una equivocación o que su análisis de una situación en particular no se sostiene en la realidad? Es fácil acostumbrarse al halago.
George W. Bush lo sabe. Hace poco, luego de una entrevista, le comenté que su español había mejorado respecto a nuestra última conversación unos meses atrás.
-“Nooo”, me dijo riéndose. “Eso me lo dices porque soy el presidente de Estados Unidos.”
-“De verdad”, insistí. “¿A poco la gente lo trata muy distinto ahora que es presidente?”
-“¡Deberías de ver cómo se ponen cuando entran a la oficina oval!” me contestó con una sonrisa pícara antes de perderse en un mar de guardaespaldas y asesores.
Los comentarios de W. son cortos pero significativos. Incluso entre sus más cercanos colaboradores hay pocos que le dicen algo al presidente cuando la está regando.
Alguien, por ejemplo, debió asesorar a Bush para no bombardear Irak el mismo día que estaba visitando México por primera vez. Se notó la falta de un especialista en asuntos españoles en la Casa Blanca cuando W. en una entrevista previa a su reciente viaje a Europa le llamó “Anzar” en vez de Aznar al presidente del gobierno de España. El error tan básico –no conocer el nombre de un jefe de estado con quien se iba a reunir- demostró un manejo muy pobre de las relaciones diplomáticas. Y haber desechado de un plumazo el Protocolo de Kyoto (que es el único plan autorizado que existe en el mundo para enfrentar la contaminación del medio ambiente y el calentamiento del planeta) fue una decisión irresponsable a nivel global y puso a Bush a la defensiva en Europa. El presidente fue abucheado por manifestantes en cada parada en un continente donde es urgente reforzar las alianzas.
A su favor Bush tiene que ya cumplió sus dos principal promesas de campaña: reducir los impuestos y reestructurar el sistema educativo. Sin bien en el exterior Bush es percibido como un presidente light -por su falta de experiencia internacional y por sus escasísimos viajes fuera del país- dentro de Estados Unidos ha mantenido casi intacta su popularidad y credibilidad. Además, sus promesas de mantener el embargo contra Cuba y sacar a la marina estadounidense de Vieques ya son órdenes. Así que los norteamericanos, hasta el momento, creen que Bush es un líder que cumple.
El reto de Fox es muy distinto y, probablemente, mucho más difícil de cumplir. Fox alcanzó su principal victoria política antes de llegar a la presidencia, es decir, acabar con los 71 años del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el poder y llevar la auténtica democracia representativa a México. Nada de lo que haga en su presidencia podrá equipararse con eso. Nada.
El principal objetivo del gobierno de Fox –reducir la pobreza que padecen 60 millones de mexicanos- suena totalmente fuera de su alcance. En una entrevista un día después de ganar las elecciones (del 2 de julio del 2000), Fox me dijo que un crecimiento de siete por ciento para crear un millón 350 mil empleos anuales en México era algo realizable. “Lo vamos a hacer porque todo el mundo está en un boom de crecimiento”, me aseguró.
Su plan de crecimiento, desafortunadamente, reventó como un globo. El boom mundial perdió vapor. México no podrá crecer al ritmo que Fox esperaba ni crear tantos empleos. Como si fuera poco, sus intentos de aumentar impuestos e iniciar las pláticas de paz con la guerrilla zapatista se quedaron atorados en el congreso.
Fox llegó al poder, en buena medida, por el enojo y cansancio de millones de mexicanos con las prácticas corruptas, asesinas y fraudulentas del PRI. Pero el gobierno foxista aún no se ha atrevido a crear la anunciada Comisión de Transparencia para investigar, juzgar y encarcelar a los políticos priístas que abusaron de su poder y se enriquecieron con el presupuesto del país. Y habría que empezar preguntádonos cómo le hicieron nuestros expresidentes para darse una vida de multimillonarios tras su paso por el sector público. La suma de sus cheques de funcionarios gubernamentales no puede explicar sus fortunas y estilo de vida.
“Es importante establecer la verdad del pasado para poder construir el futuro”, me dijo Fox en aquella plática. Ahora, un año después, falta que lo haga.
La luna de miel se terminó hace rato; no es suficiente que Fox sea un buen comunicador y un verdadero demócrata, que tenga buenas intenciones y que no parezca tener las uñas tan largas como sus predecesores. Sin resultados concretos, sin cambios tangibles respecto a las siete décadas de priísmo que los mexicanos puedan tocar y respirar, el foxismo corre el riesgo de desinflarse y volverse ineficaz.
Insisto; tanto Fox como Bush están aprendiendo a ser presidente y por el momento, como dicen por estos lados, hay que darles el beneficio de la duda. Pero lo menos que podemos pedir al principio del partido es que tengan los ojos y los oídos bien abiertos y que nos digan la verdad.