No es para echarle a perder la fiesta de bienvenida al nuevo
presidente Alvaro Uribe pero las cosas se van a poner peor en Colombia antes de mejorar. Qué tanto depende de él.
Uribe hereda de Pastrana, Samper, Gaviria y compañía el trabajo más difícil del mundo: se trata de controlar a los narcotraficantes más ricos y poderosos del orbe en un país con una guerrilla que ha peleado por 38 años, donde la violencia es una triste tradición histórica, con paramilitares desafiantes del orden constitucional, un ejército que no tiene la capacidad de ganar la guerra y un estado al que pocos hacen caso. Y si me permiten ponerle sal a la herida, hay que decir que el mismo país durante décadas fue un ejemplo de crecimiento económico en América Latina tiene hoy un desempleo y subempleo del 48 por ciento. Es decir, solo uno de cada dos trabajadores
colombianos tienen un empleo satisfactorio.
Ni los mil millones de dólares en ayuda norteamericana ni el recientemente aprobado programa de tarifas preferenciales (ATPA) -que permitirá la exportación de miles de productos de Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú sin impuestos a Estados Unidos- sacará a los colombianos del hoyo en que se encuentran. Solo la paz podrá hacer el milagrito.
En la sala de redacción donde trabajo, Colombia e Israel se disputan con sangre y muertos la etiqueta del peor hecho de violencia del día. Cuando no es un fundamentalista musulmán que se vuela los intestinos con una carga de dinamita en 1) un mercado 2) una universidad 3) un autobús 4) o un restaurante
-matando a su paso a civiles inocentes- o un sangriento contraataque del ejército israelí en poblaciones palestinas ajenas al conflicto, es Colombia que sale al quite con 1) otro secuestro de un niño 2) una nueva masacre 3) el asesinato de un alcalde 4) o las amenazas de muerte a un periodista. Es el círculo de violencia que no acaba por romperse.
Y entre los mismos reporteros veo con tristeza que los muertos de Colombia (como los de Israel y de los territorios palestinos) poco a poco nos dejan de sorprender. La muerte se ha hecho tan cotidiana en Colombia que hasta ha dejado de ser noticia. Si lo mismo que pasa en Colombia ocurriera en otro país -3,500 muertos al año, el record mundial de secuestros, carros-bomba y burros-bomba…- sería titular de primera plana y nota obligada en todos los noticieros. Pero ahora los muertos de Colombia están relegados a la página 16 de la sección C de los diarios y ni siquiera se mencionan en los telediarios. Estamos -todos- cansados y desgastados por la guerra. Lo que me preocupa es que el nuevo presidente Uribe siga con la misma
política de choque y no de negociación. Me explico. Por alguna extrañísima razón (que no logramos entender quienes vivimos fuera del país) en Colombia muchos creen que solo con la guerra, es decir, matándose unos a otros, van a alcanzar la paz. Es absurdo: es la lógica ilógica de la guerra.
Por más que el saliente ministro de defensa, general Fernando Tapias, presuma que durante el gobierno de Andrés Pastrana el número de soldados aumentó de 22 mil a 50 mil y que en lugar de tener 80 helicopteros ahora tienen 190, la realidad es que ese ejército no puede ganarle la guerra a la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) ni al ELN (Ejército de Liberación Nacional), ni controlar a los paramilitares ni detener a los narcotraficantes. No hay una forma bonita de decir esto: sencillamente el ejército colombiano no puede ganar la guerra por la fuerza.
Y mucho menos si tomamos en cuenta que los fondos del narcotráfico han ayudado a crear una de las guerrillas mejor armadas del mundo.
De la misma manera, los 16 mil rebeldes de las FARC no pueden someter al ejército colombiano ni a los paramilitares. Y ni se diga de la incapacidad militar de los “paras” para vencer a guerrilleros y rebeldes. O sea, el balance de fuerzas es tal que no se puede vislumbrar una victoria militar de ninguna de las tres partes del conflicto.
No hay que ser un genio militar para concluir que la única solución -¡la única!- al conflicto en Colombia es una paz negociada. Igual como lo hicieron los salvadoreños. Igual como lo hicieron los guatemaltecos.
La lógica de matarse ahora para vivir en paz en el futuro se alarga como un chorro de sangre. Y no ha funcionado. Ya son casi cuatro décadas de guerra y, desafortunadamente, lo que ha dicho hasta el momento Uribe no sugiere un cambio sustancial ni un alto a la violencia. De nuevo, no quiero pronosticar lluvia en la fiesta de Uribe, pero el cielo está encapotado y a punto de reventar.
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COLOMBIA: MATARSE PARA VIVIR EN PAZ
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