La guerra comenzó mal. Muy mal. Antes lo sospechábamos pero ahora lo sabemos. Las razones para atacar a Irak nunca fueron convincente. Irak no era una amenaza inminente para Estados Unidos. Saddam Hussein no participó ni cooperó en los actos terroristas del 11 de septiembre del 2001. El gobierno iraquí, hasta que se pruebe lo contrario, no tenía las armas químicas y bacteriológicas que el presidente norteamericano, George W. Bush, y el primer ministro británico, Tony Blair, nos dijeron que tenían. Tampoco han encontrado en Irak material radioactivo que sugiriera que Saddam Hussein podía contruir bombas atómicas. Es decir, se atacó a Irak por razones meramente subjetivas. Bush y Blair querían atacar y atacaron.
El resultado de la guerra nunca estuvo en duda. El ejército más poderoso de la historia fácilmente venció en 21 días a los soldados iraquíes que jamás pudieron volar un avión de combate o lanzar al mar una embarcación de guerra. Yo fui testigo de la entrada de un amplio contingente de tanques y vehículos del ejército norteamericano a la población fronteriza de Safwan y los soldados iraquíes, vestidos como civiles, no se atrevieron a lanzarles un solo tiro. Hubiera sido suicida. Pero el error fue creer que al ganar la guerra se ganaría, también, el corazón de los iraquíes. No hay nada más alejado de la realidad. Los iraquíes están tan incómodos y avergonzados por la ocupación norteamericana como los estarían los mexicanos, los argentinos, los cubanos, los coreanos, los nicaragüenses, los salvadoreños, los sauditas, los españoles o los rusos.
Por eso casi todos los días escuchamos que un soldado norteamericano es herido o asesinado. Por eso atacaron el edificio de la Organización de Naciones Unidas en Bagdad (aunque la ONU no haya estado de acuerdo con la guerra). Por eso se han incrementado los ataques suicidas en Irak. Por eso destruyeron una importante mesquita y asesinaron a uno de los clérigos más influyentes de la región. Por eso reina el caos en zonas completas del país. Cada vez está más claro que Estados Unidos, por la fuerza, no va a poder controlar Irak. Ni siquiera si manda más de los 130 mil soldados que ya están ahí. Estados Unidos ganó la guerra pero está perdiendo Irak. La democracia no se puede imponer a bombazos. El cariño, tampoco, se consigue apuntando una pistola.
Ante este panorama ya no sorprende tanto que los estadounidenses hayan cambiado de opinión y, ahora sí, le estén pidiendo ayuda a la ONU. El costo de la ocupación es estratosférico: Bush ha pedido 87 mil millones de dólares al congreso. Los ingresos por la venta del petroleo iraquí, sí, son considerables. Pero se necesita cada centavo para mantener a flote los escasos servicios públicos que reciben los iraquíes. Además, la opinión pública norteamericana no puede digerir más esas muertes por goteo que ve todos los días en los noticieros. En poco tiempo veremos soldados de varios países patrullando Irak y a la ONU en una posición de mucha mayor autoridad. Estados Unidos ya está pensando en la retirada. Oigan al secretario de Estado, Colin Powell: “No nos queremos quedar aquí (en Irak) ni un día extra. Es muy caro. Y nuestros soldados quisieran regresar a casa con sus familias”. O sea, ya quieren hacer las maletas.
La posguerra, además del creciente desempleo, pudiera costarle la presidencia a Bush. ¿Cómo explicar que no se han encontrado en Irak armas de destrucción masiva? ¿Cómo justificar el ataque a Irak cuando ninguno de los 19 terroristas del 11 de septiembre eran iraquíes? ¿Con qué cara le puede decir a los norteamericanos que no hay una fecha de salida para todas las tropas norteamericanos? ¿Cómo darle el pésame a los familiares de los soldados estadounidenses que están muriendo en Irak porque no existía un plan para gobernar Irak después de Saddam? ¿Cómo reconocer que las razones por las que se inició la guerra eran, en el mejor de los casos, juicios subjetivos, opiniones y exageraciones? ¿Cómo entender que muchos iraquíes, a pesar de que les quitaron el yugo de Saddam, no quieren ser aliados de Estados Unidos? ¿Cómo?
La guerra contra Irak estuvo basada en dudas y algodones. Y ahora se están pagando las consecuencias. Vean lo que está pasando dentro de Estados Unidos.
El nuevo deporte favorito de la política norteamericana es pegarle al presidente Bush. El cambio es impresionante. Hasta hace sólo unas semanas casi nadie se atrevía a decir una palabra mala sobre Bush; era visto como algo antinorteamericano o, peor aún, antipatriótico. Pero ahora que los nueve precandidatos Demócratas a la presidencia buscan destacarse, todos se han dedicado a atacar la política de Bush en Irak: que no sabe lo que está haciendo; qué no debió haber entrado solo; que no sabe cómo salirse. En un reciente debate de los precandidatos en Nuevo México, el güerísimo Richard Gephardt pronunció la frase más memorable al decir que Bush, como presidente, era un “fracaso miserable”. (Y ahora nadie acusó a Gephardt de ser poco patriota.)
Es sólo cuestión de semanas antes de que estos mismos precandidatos empiecen a pedir el retiro de las tropas norteamericanas de Irak y que el asunto se convierta en tema de campaña para las elecciones presidenciales del 2004. En Irak, como en Vietnam, nunca hubo razones muy claras para entrar. Y, como en Vietnam, en Irak tampoco saben cómo salirse. Ahora Bush va a ser bombardeado con la pregunta: ¿Cuándo piensa usted sacar a los soldados estadounidenses de ahí?
La guerra ya se ganó. Pero Irak, también, ya se perdió. Es hora de irse.