Hay muchas cosas inútiles en esta vida. Y me temo que nos van a regalar algunas de ellas en estas navidades. Esta es mi lista negra.
Lo más inútil del mundo son las corbatas. Las odio. Quizás mi odio crece debido a que las tengo que usar todos los días entre semana para presentar un noticiero de televisión. ¿Acaso la gente me creería menos si no me pusiera corbata? Espero que no. Pero casi todos los que salen en la tele a decir cosas serias van colgados de una corbata.
No son pocos los días en que siento como me ahorca, lentamente, la seda de la corbata. En un momento dado las corbatas tenían su utilidad: mantenían cerrada las camisas. Pero luego se inventaron los botones y la corbata, necia, se quedó colgando.
El reloj. Esa es otra cosa inútil. Nunca en mi vida he usado reloj. Me aprietan por fuera y por dentro. Mi padre una vez me regaló uno y, después de agradecérselo efusivamente, lo guardé en un closet. Sigue ahí. Me incomoda muchísimo estar cargando la hora o, peor, que la hora me cargue a mí.
Si quiero saber qué hora es, pregunto. Sin embargo, ya no es necesario hacerlo porque todo parece llevar un reloj incluído: los autos, los celulares, las computadoras, los hornos de micro ondas y, bueno, hasta las lavadoras.
Será por esta antigua costumbre de andar desrelojado que me parecen ridículos aquellos que usan relojes para presumir. Como si el precio del reloj reflejara el valor de la persona. La autoestima es indirectamente proporcional al precio del reloj.
Con la explosión de los celulares, los relojes son ya una reliquia del pasado. Basta con que le den un vistazo a las muñecas de los teenagers que nacieron con la internet para comprobar que usar reloj no es, ni siquiera, cool.
Además, vivir sin reloj me da un cierta sensación de libertad.
Y si bien no derramaría ni una lágrima si quemáramos revolucionariamente todos los relojes y corbatas en el mundo, sí tengo que reconocer cierta nostalgia por la muerte de las cartas, otra inutilidad.
Llevo años sin recibir una. Y no, no me refiero a las cuentas que todavía llegan por correo. Me refiero a esas cartas que uno solía enviar a sus amigos, a sus familiares, a aquellos que te querían, y en las que vertías todo lo que llevabas dentro.
Bien decía Kafka que “escribir cartas significa desnudarse”. Durante décadas recibí algunas que todavía conservo y que al releer me remueven. ¿Cómo olvidar esa enorme ansiedad al esperar una carta que llegara de Londres o Madrid o México? Cierro los ojos y me recuerdo temblando al rasgar con violencia el sobre y, luego, quedarme inmóvil tras leer mi nombre escrito a mano en la parte superior izquierda, con el corazón a punto de reventar.
Las cartas, muy a mi pesar, ya son inútiles. Hace años que no escribo una. Las hemos reemplazado por e-mails y textos. Federico Reyes Heroles tiene mucha razón al decir en su maravillosa novela, Canón, que la profundidad no está de moda.
Hemos cambiado el viejo arte de escribir cartas por una serie de textos apurados en los celulares y de letras arrejuntadas en la internet que intentan reflejar nuestro estado interior. Reirse, en inglés, se escribe simplemente LOL (laughing out loud) y el decir te quiero mucho, en español, se reduce a tres mayúsculas TQM.
Los japoneses, que han logrado integrar como pocos la tecnología a su vida diaria, leen best sellers en sus teléfonos celulares. Si eso está ocurriendo con la literatura ¿qué podemos esperar de una carta de amor? Estoy seguro que las computadoras de las oficinas están cargadas de maravillosos secretos del corazón. Por más que los geeks nos aseguren que todo lo que escribimos en una computadora deja una huella –ya ven lo que pasó con las computadoras del líder de las FARC, Raúl Reyes- y que enviar un emilio a través de la internet es como salir a una plaza a gritar su contenido, la gente sigue escribiendo las cosas más personales (y humillantes) frente a un monitor de computadora. La internet da un falso sentido de anonimidad e intimidad a pesar de ser el medio más público y universal que tenemos.
Aprecio la rapidez, eficacia y omnipresencia de los e-mails y textos. Pero extraño las emociones enrolladas en las palabras manuscritas de una carta. Lo que antes era ensuciarse los dedos con tinta hoy es equivalente a sufrir síndrome del túnel cárpico.
Sí, las cartas, los relojes y las corbatas son cosas inútiles. Pero, para finalizar, se me ocurre una más: no hay nada más inútil que escribir sobre cosas inútiles.