Qué ironía. En el preciso instante en que la Organización de Estados Americanos (OEA) estaba discutiendo cómo evitar que los países latinoamericanos dejen de ser democráticos, la democracia en Bolivia se desmoronaba. El presidente Carlos Mesa renunció en medio de una profunda crisis y, otra vez, un mandatario latinoamericano no pudo culminar el término que le tocaba en el poder.
¿Qué está pasando? Dos cosas: una, que los latinoamericanos con inusitada y preocupante frecuencia están haciendo a un lado las reglas de la democracia para quitar y poner presidentes a tu antojo; y dos, que presidentes que fueron elegidos legítimamente en las urnas, abusan de su cargo y concentran el poder hasta dejar de ser verdaderamente democráticos.
La democracia en América Latina, hay que reconocerlo, no ha sido efectiva para resolver el problema de la pobreza y para reducir las enormes desigualdades. Y por eso, después de un par de décadas con una mayoría de países democráticos en la región, los más de 400 millones de latinoamericanos están frustrados, desilusionados y dispuestos a un cambio.
Así se explica el resurgimiento de las opciones de izquierda en el continente, desde el presidente Lula da Silva en Brasil hasta el alcalde Andrés Manuel López Obrador en México. La democracia le ha permitido a los latinoamericanos elegir a sus gobernantes pero no les ha dado de comer ni ha mejorado sus niveles de vida. Más de la mitad de todos los habitantes al sur del río Bravo son pobres.
Pero se equivocan los bolivianos que creen que sacando al presidente Carlos Mesa van a vivir mejor. Eso mismo pensaron cuando sacaron del poder a Gonzalo Sánchez de Losada en el 2003 y ya ven como están las cosas en Bolivia. Argentina tuvo a 5 presidentes en 12 días a finales del 2001 y eso no mejoró el nivel de vida de los argentinos. Y los ecuatorianos no viven mejor luego de la salida de la presidencia de Abdalá Bucaram ni tras el derrocamiento el pasado 20 de abril de Lucio Gutierrez. Presidentes van y presidentes vienen pero las cosas siguen igual o peor.
Sacar del poder a presidentes legítimamente elegidos no resuelve de inmediato las crisis económicas. El problema, por lo tanto, no es la democracia sino la acumulación del poder de la clase gobernante y la falta de reformas para que todos puedan beneficiarse del sistema económico.
“En América Latina cada cinco años elegimos a un rey”, me dijo en una entrevista el analista peruano Alvaro Vargas Llosa cuyo último libro, Rumbo a la Libertad, trata sobre las razones por las que los países latinoamericanos han fracasado –con la excepción de Chile- en implementar democracias efectivas. “Un rey absoluto que hace y deshace, que tiene el control del poder judicial, que tiene el control del poder político, que maneja la burocracia…Todo lo que hacemos en América Latina termina delatando esa incapacidad para superar estos principios de la opresión que están desde la época precolombina.”
Carlos Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, los príistas mexicanos, los gobiernos sandinistas y el de Arnoldo Alemán en Nicaragua, y Hugo Chávez en Venezuela son algunos claros ejemplos de cómo el poder se acumula y no se comparte en América Latina. La lista es larguísima.
La OEA, hace unos días, se preguntaba qué se puede hacer cuando la democracia en un país corre peligro o cuando un líder, a pesar de ser elegido democráticamente, abusa de su poder. Y, para variar, concluyó su reunión en Fort Lauderdale con los brazos cruzados. No, la OEA no va a hacer nada. Qué sorpresa.
El gobierno de Venezuela, que tiene mucha cola que le pisen, logró evitar que se aprobara una propuesta estadounidense que, según palabras del nuevo secretario general de la OEA, el chileno José Miguel Insulza, permitiría una “supervisión democrática (para) adelantarnos a las crisis, preverlas de algún modo.” El concepto de “supervisión democrática” fue para muchos países un eufemismo; ya se imaginaban a los marines estadounidenses en paracaídas sobre Caracas o misiones internacionales haciendo preguntas incómodas sobre asuntos internos. Intervención, es lo primero que pensaron, y como la historia está repleta de intervenciones del “policía del mundo” ahí quedó enterrado el asunto.
La realidad, sin embargo, es que el concepto de soberanía en este mundo globalizado es mucho más flexible y ya no se detiene en las fronteras. Si la democracia se apaga en un país latinoamericano, el resto del continente sufre también las consecuencias. No se trata de intervenir militarmente sino de prevenir que los avances democráticos, que tanto tiempo y sangre nos costaron, desaparezcan con un chasquido de gorila.
Pero ¿qué se puede hacer cuando algo así ocurre? Propiciar el diálogo entre las partes en conflicto en caso de revueltas y antes de un posible derrocamiento -como los que hemos visto recientemente en Sudamérica- y apoyar a los grupos disidentes cuando sus gobernantes -ya sea en Cuba o Venezuela, por dar dos ejemplos- abusan de su poder.
Lo más triste y frustrante, no hay duda, fue el ver a los embajadores y cancilleres de los 34 países en la OEA quedarse (una vez más) mudos, ciegos y paralizados cuando otra democracia explotaba frente a sus ojos. Y por eso, aunque duela, hay que preguntarse: ¿para qué sirve la OEA?