Ninguna muerte llega en buen momento. Pero el asesinato en México del agente estadounidense, Jaime Zapata, cayó en un terrible momento político y ya afectó la tensionada agenda antidrogas entre México y Estados Unidos.
La muerte del agente del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE) daña aún más la ya negativa imagen de México como un país semicontrolado por los narcotraficantes. También llevará a más congresistas norteamericanos a pedir un mayor control de la frontera, olvidándose de la legalización de 11 millones de indocumentados.
Muchos quisieran creer que la muerte es, por fin, un asunto democrático. Pero no es así.
No todas las muertes son iguales. La mayoría de las muertes son anónimas y no aparecen en la prensa. Pero hay algunas, pocas, que se convierten en noticia. Y cuando ocurren –como la del
agente Zapata- en medio de un clima de violencia como el de México, suelen tener enormes repercusiones diplomáticas. La muerte del agente norteamericano Enrique Camarena en 1985 es el precedente.
El presidente Barack Obama, personalmente, le dio sus condolencias a la familia de Zapata en Texas y advirtió que su muerte no se olvidará. Eso es lo que ocurre cuando matan a un estadounidense. En la Casa Blanca no pararán de presionar hasta que se haga justicia.
Ya hay varios arrestos en México, incluyendo a un joven apodado “El Piolín” que dice haber apretado el gatillo. No deja de sorprenderme lo rápido que “cantan” los detenidos al ser arrestados en México. Es como si se tratara de confesiones exprés, sin abogados presentes, por supuesto.
La muerte de Zapata no quedará impune. Sin embargo, las más de 34 mil muertes de mexicanos desde que el presidente Felipe Calderón tomó el poder han quedado, en su amplia mayoría, olvidadas.
Aunque las estadísticas digan lo contrario, existe un creciente temor entre políticos norteamericanos conservadores de que la violencia en México se extienda a la zona fronteriza dentro de Estados Unidos. Y la muerte del agente Zapata será utilizada por los políticos más conservadores para justificar nuevas y restrictivas medidas en la frontera. Es un clavo más en el ataúd de la reforma migratoria.
Sería muy temerario y hasta equivocado decir que el presidente de México, Felipe Calderón, fue llamado a Washington tras el asesinato del agente Zapata. Las cosas no funcionan así. Pero la premura y sorpresa con que se organizó la reunión entre Calderon y el presidente Barack Obama indica que este es un asunto prioritario.
Pero hay que estar claros: la reunión no va a resolver las diferencias abismales que existen sobre el tema de las drogas en los dos países.
Calderón, lejos de pedir disculpas por la muerte del agente estadounidense, sigue insistiendo en que la culpa de la narcoviolencia en México es también de Estados Unidos. Hay narcotráfico en México -repite cuando y donde puede- porque hay millones de consumidores de drogas en Estados Unidos. Además, los narcos mexicanos están armados con rifles y pistolas compradas fácilmente en Estados Unidos.
Para Estados Unidos no es prioritaria la reducción del consumo de drogas –no he visto un solo comercial de televisión al respecto en años- ni hay un debate nacional para eliminar la segunda enmienda de la constitución que permite la compra y el uso de armas. Aquí en el norte no hay la mínima autocrítica respecto a este asunto: la violencia en México la ven como un problema de los mexicanos.
En los discursos, México y Estados Unidos hablan de un frente común contra las drogas.
En la práctica, las estrategias son totalmente dispares y hasta contraproducentes.
La muerte del agente Zapata, en lugar de marcar una nueva época de cooperación antidrogas entre los dos países, demuestra lo lejos que estamos de una solución conjunta y a largo plazo. México seguirá poniendo los muertos y los narcos. Estados Unidos seguirá poniendo las armas y los drogadictos.
La muerte del agente Zapata, desafortunadamente, no ha cambiado nada.