Había una vez en que las reuniones cumbres, realmente, eran importantes y de su desenlace dependía la vida de millones de personas. Recuerdo haber viajado en diciembre del 89 hasta Malta, en el mediterráneo, para ver a Bush, padre, y Gorbachev negociar la reducción de un armamento nuclear que podía hacer volar al mundo en mil pedacitos. Estuve, también, en Guadalajara en julio del 91 donde los participantes de la primera Cumbre Iberoamericana creyeron, erroneamente, que le podían torcer el brazo al dictador Fidel Castro y promover, desde fuera, la democratización de la isla. Y ya vivía en Miami, a finales del 94, cuando se propuso la seudorevolucionaria idea de crear un tratado de libre comercio para todo el continente americano antes del 2005.
Por eso, la Cumbre de las Américas en Quebec, Canadá, me da un poquito de flojera.
Lejos de las reuniones cumbres donde había grandes anuncios y se creaban expectativas a nivel mundial, los encuentros de estos días cojean por su falta de visión y burocratismo. No quiero decir que no sirven para nada. Eso sería exagerar. Un encuentro personal entre los presidentes de Perú y Ecuador o de Colombia y Venezuela puede, siempre, impedir un conflicto bélico en la frontera común. Un telefonazo de Hugo a Andrés o de Andrés a Hugo diciendo: “Oye ¿cómo resolvemos esta vaina?” puede más que dos ejércitos mal entrenados tratando de matarse unos a otros. Pero esta modalidad de cumbres masivas –34 mandatarios asisten a Quebec- donde casi todo esta preprogramado (los discursos, las declaraciones finales y hasta las broncas posibles) me suena a pérdida de tiempo o a turismo presidencial, en el peor de los casos.
Hablemos ahora de la reunión de Quebec. Eso de tener un Tratado de Libre Comercio de todo el continente americano dentro de cuatro años está muy bien; es la forma más concreta de la globalización: productos sin fronteras. Pero -siete años después de que México, Estados Unidos y Canadá pusieran en práctica su propio acuerdo commercial- sabemos que hablar de comercio sin tomar en cuenta a los inmigrantes, a las trabajadores desempleados y al medio ambiente es como correr cojo en una olimpíada; no hay posibilidades de éxito.
Hay tratados comerciales en todo el mundo –enumerarlos ocuparía, al menos, esta página completa- pero eso no ha hecho que el planeta sea un lugar más equitativo. El periodista Pico Iyer (basándose en datos de Naciones Unidas) acaba de descubrir lo que varios sospechaban; este es un mundo totalmente desequilibrado entre los que tienen mucho y los que no tienen nada. Iyer establece que las 358 personas más ricas del orbe tienen el mismo dinero que los 2,300,000,000 más pobres. Es decir, que estos 358 individuos tienen más (casas, dinero, recursos…) que una tercera parte de la humanidad. Cada uno de ellos podría mantener a 6,424,581 personas.
El capitalismo basado en la apertura de mercados es muy bueno para crear riqueza pero no para repartirla. Y los tratados de libre comercio tienden a reflejar la misma debilidad. No estoy en contra de los acuerdos comerciales; creo que son una verdadera necesidad en la era de la internacionalización. Pero discrepo con los que creen que dichos acuerdos son una varita mágica para el desarrollo.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) no evitó que el expresidente priísta Ernesto Zedillo entregara el poder con más pobres de los que había recibido de la administración de Carlos Salinas de Gortari. Sí, es cierto, gracias al TLC el gobierno mexicano tiene más capacidad de maniobra ante una crisis y las finanzas públicas son más saludables. Pero ¿de qué le sirve eso a un campesino de oaxaca o a un trabajador michoacano o a un carpintero sinaloense que se está muriendo de hambre igual que sus padres y abuelos?
Por eso, si efectivamente se negocia un Acuerdo de Libre Comercio para América Latina (ALCA) es preciso que se incluyan cláusulas que protejan 1) a los trabajadores que inevitablemente quedan desempleados en el proceso, 2) a los inmigrantes indocumentados que ya viven en Estados Unidos y que contribuyen con miles de millones de dólares a todas las economías del reso del continente, 3) al medio ambiente y 4) a los pobres, que son la mayoría de los 800 millones de habitantes del continente americano; América Latina sigue siendo la zona con la peor distribución de ingresos del mundo, incluyendo Africa. Sabemos perfectamente que el TLC (negociado entre México, Estados Unidos y Canadá) ha fracasado garrafalmente en enfrentar el tema de la migración y en reducir los niveles de pobreza y contaminación ambiental. El ALCA no debe nacer torcido, como el tullido TLC.
Si algo de esto se definiera en la Cumbre de las Américas en Quebec, no tendría ningún empacho en ponerla en la lista de reuniones notables con que empecé todo este rollo. Pero lo dudo, sospecho que la reunión de Quebec estará en la lista de cumbres borrascosas.
Había una vez en que las reuniones cumbres, realmente, eran importantes y de su desenlace dependía la vida de millones de personas. Recuerdo haber viajado en diciembre del 89 hasta Malta, en el mediterraneo, para ver a Bush, padre, y Gorbachev negociar la reducción de un armamento nuclear que podía hacer volar al mundo en mil pedacitos. Estuve, también, en Guadalajara en julio del 91 donde los participantes de la primera Cumbre Iberoamericana creyeron, erroneamente, que le podían torcer el brazo al dictador Fidel Castro y promover, desde fuera, la democratización de la isla. Y ya vivía en Miami, a finales del 94, cuando se propuso la seudorevolucionaria idea de crear un tratado de libre comercio para todo el continente americano antes del 2005.
Por eso, la Cumbre de las Américas en Quebec, Canadá, me da un poquito de flojera.
Lejos de las reuniones cumbres donde había grandes anuncios y se creaban expectativas a nivel mundial, los encuentros de estos días cojean por su falta de visión y burocratismo. No quiero decir que no sirven para nada. Eso sería exagerar. Un encuentro personal entre los presidentes de Perú y Ecuador o de Colombia y Venezuela puede, siempre, impedir un conflicto bélico en la frontera común. Un telefonazo de Hugo a Andrés o de Andrés a Hugo diciendo: “Oye ¿cómo resolvemos esta vaina?” puede más que dos ejércitos mal entrenados tratando de matarse unos a otros. Pero esta modalidad de cumbres masivas –34 mandatarios asisten a Quebec- donde casi todo esta preprogramado (los discursos, las declaraciones finales y hasta las broncas posibles) me suena a pérdida de tiempo o a turismo presidencial, en el peor de los casos.
Hablemos ahora de la reunión de Quebec. Eso de tener un Tratado de Libre Comercio de todo el continente americano dentro de cuatro años está muy bien; es la forma más concreta de la globalización: productos sin fronteras. Pero -siete años después de que México, Estados Unidos y Canadá pusieran en práctica su propio acuerdo commercial- sabemos que hablar de comercio sin tomar en cuenta a los inmigrantes, a las trabajadores desempleados y al medio ambiente es como correr cojo en una olimpíada; no hay posibilidades de éxito.
Hay tratados comerciales en todo el mundo –enumerarlos ocuparía, al menos, esta página completa- pero eso no ha hecho que el planeta sea un lugar más equitativo. El periodista Pico Iyer (basándose en datos de Naciones Unidas) acaba de descubrir lo que varios sospechaban; este es un mundo totalmente desequilibrado entre los que tienen mucho y los que no tienen nada. Iyer establece que las 358 personas más ricas del orbe tienen el mismo dinero que los 2,300,000,000 más pobres. Es decir, que estos 358 individuos tienen más (casas, dinero, recursos…) que una tercera parte de la humanidad. Cada uno de ellos podría mantener a 6,424,581 personas.
El capitalismo basado en la apertura de mercados es muy bueno para crear riqueza pero no para repartirla. Y los tratados de libre comercio tienden a reflejar la misma debilidad. No estoy en contra de los acuerdos comerciales; creo que son una verdadera necesidad en la era de la internacionalización. Pero discrepo con los que creen que dichos acuerdos son una varita mágica para el desarrollo.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) no evitó que el expresidente priísta Ernesto Zedillo entregara el poder con más pobres de los que había recibido de la administración de Carlos Salinas de Gortari. Sí, es cierto, gracias al TLC el gobierno mexicano tiene más capacidad de maniobra ante una crisis y las finanzas públicas son más saludables. Pero ¿de qué le sirve eso a un campesino de oaxaca o a un trabajador michoacano o a un carpintero sinaloense que se está muriendo de hambre igual que sus padres y abuelos?
Por eso, si efectivamente se negocia un Acuerdo de Libre Comercio para América Latina (ALCA) es preciso que se incluyan cláusulas que protejan 1) a los trabajadores que inevitablemente quedan desempleados en el proceso, 2) a los inmigrantes indocumentados que ya viven en Estados Unidos y que contribuyen con miles de millones de dólares a todas las economías del reso del continente, 3) al medio ambiente y 4) a los pobres, que son la mayoría de los 800 millones de habitantes del continente americano; América Latina sigue siendo la zona con la peor distribución de ingresos del mundo, incluyendo Africa. Sabemos perfectamente que el TLC (negociado entre México, Estados Unidos y Canadá) ha fracasado garrafalmente en enfrentar el tema de la migración y en reducir los niveles de pobreza y contaminación ambiental. El ALCA no debe nacer torcido, como el tullido TLC.
Si algo de esto se definiera en la Cumbre de las Américas en Quebec, no tendría ningún empacho en ponerla en la lista de reuniones notables con que empecé todo este rollo. Pero lo dudo, sospecho que la reunión de Quebec estará en la lista de cumbres borrascosas.