Miami
Escribo con un dedo adolorido. En concreto, apenas aguanto el índice de la mano derecha. Ese es el dedo que utilizo para apretar el mouse -¿cómo se dice en español?- de mi computadora para leer la montaña de correos electrónicos que recibo. Debo mover ese índice miles de veces al día. Sólo un poquito. Milímetros. Pero esa simple acción repetitiva me tiene semiparalizada la mano derecha. El dedo está hinchado, casi no lo puedo doblar y las muñecas de ambas manos me queman como si las pusiera en el fuego.
Carpal tunnel syndrome, me diagnosticó un amigo que escribe con las manos bendadas y que lleva años sufriendo al teclear en el computador. No sé. Ojalá no. Aunque lo que sí sé es que esto no me ocurría antes de descubrir el e-mail.
El correo electrónico o e-mail es, a la vez, desgracia y bendición. Gracias a la internet puedo mantener vivas y al día relaciones familiares y de trabajo que, de otra manera, se habrían secado hace mucho tiempo. Pero al mismo tiempo recibo tal cantidad de basura e información innecesaria que me paso, al menos, dos horas diarias limpiado los mensajes que debo contestar de los que, simplemente, hay que borrar.
E-mileo porque no me queda otra opción. Se ha convertido en una parte integral de mi trabajo y de mis contactos personales. Me levanto, prendo la computadora y checo mis correos electrónicos. Llego a la oficina y hago lo mismo. Unos pocos son vitales: respuestas a entrevistas solicitadas, confirmaciones de viajes, propuestas de reportajes, sugerencias del jefe, negocios pendientes…Pero la mayoría son un rollo. Desechables. Son chismail.
El chismail es una plaga. Es información que no necesito pero que, de todas maneras, me llega. Debo tener fama de serio y aburrido porque recibo innumerables chistes y bromas Algunas más sofisticadas que otras; con gráficas, música y hasta efectos especiales. Están también los mensajes de esos buenos samaritanos que quieren ayudar a todo el mundo, desde organizaciones que luchan contra el sida hasta al perro de la esquina. Ante esos mensajes, discrimino con cuchillo. Y luego están los escribidores que me ponen, gratuitamente, en interminables listas. Esos sí no los soporto.
No sé cómo le llegó mi dirección electrónica a una compañia que vende acciones por la internet y a otra que me quiere prestar dinero y a un grupito de centroamericanos que, estoy seguro, no dejarán de mandarme mensajes hasta que me convenzan de sus posiciones ideológicas y religiosas. A ellos nunca les contesto. Por el contrario, he tratado (sin éxito) de bloquear sus mensajes. Mi compañia de internet dice que sí se puede hacer. Pero, en el fondo, sospecho que hay alguien por ahí prestando mi dirección electrónica a empresas de mercadotecnia.
El bombardeo del e-mail es constante. Además, hay siempre una percepción de urgencia o ansiedad vinculada a la internet. Con las cartas escritas a mano, uno se puede dar el lujo de leer y releer y pensar antes de contestar varios días o semanas después. Pero hay algo en la internet que exige rapidez.
No es extraño que alguien me llamé por teléfono, medio molesto, preguntándome: “Oye ¿no recibiste el e-mail que te mandé esta mañana?” A lo que dan ganas de contestar: “Tengo cosas más importantes que hacer”. No, las nuevas reglas internetianas de la etiqueta no permiten una respuesta así. Recibiste un e-mail y lo correcto es contestar lo antes posible.
Como todos los que usamos la internet, me he vuelto a bautizar. Ya no soy Jorge Ramos Avalos. Ahora soy una serie de letras, números y puntos prácticamente irreconocibles para mi señora madre. Es más, me he cambiado el nombre electrónico varias veces y tengo dos o tres alias. Todo legal.
También he aprendido un nuevo lenguaje. Ese me lo enseño mi hija de 14 años, Paola, que como muchos jóvenes de su generación se comunica instantaneamente a través de una pantalla, mañana, tarde y madrugada. Por ejemplo, U significa you (tu), brb es be right back (regreso en seguida) y te ríes escribiendo lol (laugh out loud). Así, se está creando un nuevo lenguaje que ya le ha puesto los pelos de punta a los nunca bien ponderados miembros de la Real Academia de la Lengua Española.
La internet y el e-mail es la nueva barrera generacional. Divide a los que saben usarla (los e-modernos) de los otros. Y a algunos es fácil identificarlos: tienen el índice hinchado.
Aquí en los Estados Unidos hay más de 125 millones de personas con computadora o acceso a la internet. Es decir, uno de cada dos norteamericanos puede enviar correo electrónico y estar conectado al mundo a través de la araña digital conocida como world wide web (www).
En América Latina los porcentajes son mucho menores. Sólo dos o tres por ciento de la población en México puede e-miliar y en el resto del continente americano es extraño encontrar países donde más del cinco por ciento de sus habitantes tengan acceso a una computadora. La diferencia entre Estados Unidos y el resto del continente es una cuestión de dinero y desarrollo tecnológico. Mientras que un norteamericano tiene que ahorrar su salario de una semana, en promedio, para comprarse una computadora de mil dólares, un latinoamericano tiene que juntar meses o años para poder hacer lo mismo. Aunque, claro, potencialmente el crecimiento en el uso de la internet está en el sur.
En fin, después de tanto rollo me parece que sería injusto no dejarles mi dirección electrónica. Es jramos@univision.net
Brb