“Los felices y poderosos no se van al exilio”
Alexis de Tocqueville, 1831
Quito, Ecuador.
Ecuador se está quedando vacío. No es broma. Hay pueblos enteros en el sur del país donde se están cerrando tiendas, escuelas e iglesias porque, sencillamente, no hay gente. Ecuador es un trampolín de inmigrantes.
El principal producto de exportación de Ecuador no es el petroleo; son sus trabajadores. Uno de cada siete ecuatorianos vive en el extranjero. Hay más de dos millones de ecuatorianos viviendo en Estados Unidos y en los países de la Unión Europea, particularmente en España. Y la situación, siento decirlo, va a empeorar.
Cada año se van más de 400 mil ecuatorianos al exterior y de continuar esta tendencia en un par de décadas Ecuador se podría quedar con solo la mitad de su población.
En una entrevista hace unos meses, el presidente Lucio Gutierrez me dijo que él quiere crear nuevos trabajos para que no se vayan tantos ecuatorianos del país. Eso suena muy bonito. Pero Ecuador no es, digamos, un paraíso de estabilidad política. Ha habido épocas en que es difícil saber cómo se llama el presidente. En los últimos cinco años Ecuador ha tenido el cuestionable honor de entronar, en promedio, un presidente por año. Y los que han tenido no son un dechado de sabiduría. Basta mencionar que a uno de ellos -Abdalá Bucaram- el congreso lo declaró “loco” y a otro -Fabián Alarcón- lo llamaban el “bailarín” por sus frecuentes cambios de posición. Por eso se van los ecuatorianos.
Los militares ecuatorianos tampoco se llevan la medalla al buen comportamiento.
El último golpe militar fue en el 2000. Además, los militares ecuatorianos no han aprendido a quedarse en los cuarteles y tienen la mano puesta en industrias que no tienen nada que ver con la defensa de la patria. Por eso se van los ecuatorianos.
El hecho que Ecuador haya estado, en algún momento, en la lista de los países más corruptos del continente (según la organización Transparencia Internacional) no ayuda. La idea de entrar al gobierno para volverse rico está muy extendida. Tanto que los ecuatorianos le han puesto un nombre: la burocracia de oro. Es difícil ser optimista después de tantos gobiernos que no cumplen, después de ver tantos banqueros fugitivos viviendo la buena vida en Miami, después de saber de los contratos multimillonarios que se firmaron en las últimas horas del gobierno saliente. Por eso se van los ecuatorianos..
Pero el principal factor que expulsa a los ecuatorianos de su país, que los sube al trampolín, es económico. Es la ley de la oferta y la demanda. En Ecuador faltan trabajos; en Estados Unidos y España, en cambio, sí hay trabajos para la mano de obra ecuatoriana. ¿Quien puede culpar a un hombre, con esposa y tres hijos, que gana cinco dólares al día de salario mínimo en Ecuador y que decide irse porque ganaría esa misma cantidad en menos de una hora en el exterior? Por eso se van los ecuatorianos. Y se seguirán yendo.
No es lo mismo emigrar de México a Estados Unidos, por ejemplo, que hacerlo desde Ecuador. La travesía ilegal fácilmente puede costar ocho mil dólares o más por persona. Se puede hacer por avión o barco, con paradas en centroamérica y México, pero pocos la hacen solos. Hay toda una industria de “coyoteros” -que llevan a los inmigrantes al extranjero- y de “chacueros” -que les prestan el dinero para irse. Y no son pocos los emigrantes que acaban explotados, violados y heridos o que pierden la vida en el intento.
Es loable el esfuerzo del gobierno de Lucio Gutierrez de crear una agencia que proteja los intereses de los inmigrantes. Pero nada va a detener a una persona que decide irse: el hambre es más fuerte que el miedo. Por eso el objetivo de esa agencia debe ser ayudar y proteger a los que ya se fueron o están pensando en irse. ¿Cómo? Infiltrando y vigilando las redes de tráfico de inmigrantes para evitar que mueran y sean explotados en el trayecto, dándoles identificaciones a los nuevos inmigrantes a través de los consulados (para que nos los confundan con terroristas), ayudándoles a enviar su dinero sin tantas comisiones -los ecuatorianos en el exterior envían unos 1,500 millones de dólares al año en remesas a su país-, garantizando su derecho al voto para las elecciones del 2006 y cooperando con otros países para que Estados Unidos y la Unión Europea regularicen la situación de los indocumentados con una amnistía o un programa de protección temporal.
En la plaza grande, en el centro de Quito, conocí a Marcos. Le comenté que esa parte colonial de la capital, al lado de las montañas, era una de las más bellas que había visto en todo continente. Atardecía y la luz caía suave. “Sí, este es un país muy bello”, me dijo, “pero no hay trabajos”. A los 32 años ya estaba desencantado con la inestabilidad política, con los militares, con la corrupción y la ausencia de empleos bien remunerados. Me desarmó. Y me dijo que estaba pensando en irse a Londres “donde vivía una tía” o probar suerte en Nueva York “donde ya viven muchos ecuatorianos”. ¿Cómo decirle que se quedara? ¿Con qué argumentos?
Si tanta gente como Marcos se sigue yendo, Ecuador -de tan solo 12 millones de habitantes- corre el peligro de tener más ecuatorianos fuera que dentro y, así, de convertirse en un país fantasma. Es decir, en una nación que exista mayoritariamente en los recuerdos y nostalgias de los que se fueron.