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EL BRUJO DEL BILLETE

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Tengo una manera muy poco científica, pero casi infalible, para determinar si la economía de los Estados Unidos va bien o mal. Es algo así como mojarse el dedo con saliva y sacarlo por la ventana para ver hacia donde sopla el viento.

Lo primero que hago es preguntarle a mis amigos y conocidos si tienen trabajo. A principios y mediados del año pasado, prácticamente nadie que quisiera trabajar estaba desempleado en Estados Unidos. Es más, incluso quienes no querían trabajar recibían ofertas de trabajo. Pero hoy la cosa ha cambiado. Dos buenos amigos llevan meses buscando empleo, sin éxito. Y uno de ellos está a punto de perder la casa y la camisa. O sea, como dicen por aquí en Miami, se está comiendo un cable.

La otra forma de detectar las expectativas económicas es una prueba del embarazo. Estoy convencido de que en ésta época de píldoras anticonceptivas, condones y demás preservativos, las parejas tienden a buscar más hijos cuando se sienten en un ambiente económicamente estable y ven el futuro con optimismo. En los últimos 24 meses muchas de mis compañeras de trabajo, amigas y conocidas decidieron lanzarse por el primero, segundo e, incluso algunas aventadas, hasta por el tercer hijo. Pero ya no.

Lo que escucho ahora es cautela y preocupación. No nada más en los Estados Unidos sino en todo el continente americano.

Los periódicos estadounidenses y la internet están plagados de noticias sobre despidos. Amazon.com y General Electric y Daimler-Chrysler son sólo algunas de las compañias que han anunciado despidos. Y el caso de la Chrysler es muy ilustrativo. Las ventas de autos en Estados Unidos han bajado en un 12 por ciento en el último año. ¿Y cómo responde la Chrysler? Como cualquier empresa que no quiere perder dinero; anunciando el despido de 26 mil empleados, muchos de ellos mexicanos que trabajan en sus plantas al sur de la frontera.

Como un trenecito que se queda sin baterías, si Estados Unidos se atora en los rieles financieros, el resto del mundo -los vagones- también se va a desacelerar. Aunque eso de la desaceleración es un eufemismo. Un alto del crecimiento en la economía norteamericana significaría gente sin empleos, familias en crisis y pobreza insuperable en el centro y sur del continente. México es un país particularmente vulnerable a los vaivenes financieros de su vecino del norte; la mayoría de sus exportaciones van p’allá.

Y hay muchas razones para dormir con un ojo abierto. Estados Unidos es un glotón. Ningún país importa tantos productos del resto del mundo como éste. Su deficit comercial es gigantesco; importa mucho más de lo que exporta. Por eso, si los norteamericanos dejan de gastar en autos hechos en México, en ropa confeccionada en Centroamérica, en juguetes producidos en China y en vinos franceses o italianos, esos países van a sentir los efectos de una posible recesión económica en Estados Unidos.

El otro día habló el brujo de la tribu para tratar de calmar a los malos espíritus. Me refiero, por supuesto, a Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal o Banco Central de los Estados Unidos. Pero sus palabras pronosticaron malos agüeros. Frente a un comité del congreso en Washington dijo que el crecimiento económico de Estados Unidos “está muy cerca de cero.” ¡Zas!

Luego del golpe explicó cómo pensaba aceitar la maquinaria para poner en marcha al país. El daño, sin embargo, estaba hecho. Apretó tanto el motorcito con constantes aumentos de intereses que dejó de pasar el combustible y ahogó la prosperidad de ocho años.

El brujo del billete también se ha equivocado en el pasado. Alan Greenspan fue, en parte, responsable de la última recesión que vivió Estados Unidos a finales del 90 y principios del 91. Y esta vez pudiera volver a patinar. Su fórmula parece muy simplista: reduce los intereses bancarios para que la gente pida más préstamos, esto provoca que haya más dinero circulando y por lo tanto más compras. Más consumo implicaría más producción y más trabajos.

Así, supone Greenspan, se reactivaría la economía. Pero el asunto quizás esté fuera de sus manos. Greenspan no va a poder solito. Es posible que los consumidores no reaccionen como el gurú espera. No son robotitos.

La actual desaceleración económica en Estados Unidos tiene dos orígenes:

Uno; consumidores que gastaron más de lo que podían y que inflaron como elefantes sus tarjetas de crédito. En 1995 los norteamericanos ahorraban, en promedio, seis dólares de cada 100 que ganaban. Hoy no ahorran nada. Por el contrario, se gastan más que su salario. Y el globo tenía que explotar. Ahora están comprando menos, pagando sus grandes deudas y quedándose con el auto usado y en la misma casa. ¿A cenar y al cine? No, mi amor. Mejor vemos una película en la tele.

Y dos; hoy estamos pagando nuestros pecados del pasado. Esas locas inversiones en compañias de internet que perdían dinero como si fuera una diarrea por frijoles charros crearon unos pocos millonarios instantáneos y millones de inversionistas endeudados y con dolor de estómago. La mayoría de las famosas compañias punto.com que nos iban a sacar de pobres se gastaron nuestro dinero en truenos, fiestas y lucecitas. Apagaron la luz, se fueron, y ahora no hay ni a quién reclamarle.

Por el momento no nos queda más que amarrarnos el cinturón, tomar una actitud muy cuidadosa con nuestro dinero y cruzar los dedos con la esperanza de que Greenspan, el brujo del billete, tenga razón. Los optimistas creen que esto se corrige para el otoño. Pero quienes dominan son los pesismistas. Basta ver el montón de anuncios en radio y televisión de abogados y contadores que ayudan a la gente y a las empresas a declararse en bancarrota.

Este es, nos guste o no, un mundo globalizado. Y si Estados Unidos se enloda, la mugre salpicará por las cuatro esquinas. Nadie se salva.

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