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EL CANAL DE LA MUERTE

La Romana, República Dominicana.

La belleza del azul de este mar es engañosa; aquí se han quedado ahogadas las esperanzas de miles de dominicanos. Cuando no hay trabajo o cuando se gana el salario mínimo –menos de dos dólares por día- a veces no queda más remedio que jugarse la vida, subirse a una yola y tratar de cruzar el canal de la Mona con destino a Puerto Rico.

Miles lo intentan cada año y solo podemos hacer un vago cálculo sobre cuántos mueren. Cerca de cuatro mil dominicanos han sido detenidos en altamar desde el 2003 por la guardia costera de Estados Unidos (que patrulla las aguas que separan a República Dominicana de Puerto Rico), según cifras del embajador norteamericano en Santo Domingo. Pero ¿cuántos logran llegar a Puerto Rico. Y, sobre todo, ¿cuántos mueren? Leí en un periódico que eran, en promedio, 100 por año. En realidad, nadie sabe.

Cuando un inmigrante mexicano muere en la frontera con Estados Unidos, sus restos quedan esparcidos en el desierto y sus familiares tienen, al menos, un cadaver que enterrar. Pero cuando un dominicano se pierde en el mar no queda nada. Nada.

Tenía mucho interés por conocer parte del trayecto que hacen los dominicanos en unas frágiles embarcaciones de madera para tratar de llegar a la costa puertorriqueña. Es, digamos, el sueño puertorriqueño que precede al sueño americano. Pero soñar tanto puede matar. Y Fernando, de 28 años, se ofreció a mostrarme la fase inicial de la travesía de muchos dominicanos en su intento de llegar, eventualmente, a Estados Unidos vía Puerto Rico.

En una potente lancha de dos motores, Fernando se enfrentó a las fuertes corrientes del oceano Atlántico que revientan sobre la costa este de República Dominicana y me sacó mar adentro. A los pocos minutos entendí por qué los españoles no le llamaron a este el mar pacífico. Y mientras me agarraba como podía a uno de los tubos de aluminio de la lancha, Fernando me explicaba pacientemente los precios de la desesperación.

“Si quieres viajar en una yola de un solo motor con otras 70 u 80 personas, tienes que pagar 20 mil pesos dominicanos (unos $ 450 dólares)”, me comentó. “Pero el viaje es largo; sales por la tarde, viajas todo el día siguiente y si aguanta la yola y no te detienen, estarás llegando al tercer día por la noche.”

Ahí no termina todo. Tras llegar a Puerto Rico hay que esconderse en las montañas o perderse en las poblaciones costeras hasta que un amigo o un familiar vaya a recogerte. Fernando lo sabe.

Cuando tenía solo 17 años hizo el viaje por primera vez. “Veías los tiburones a tu alrededor como si fueran delfines”, recordó. En esa ocasión solo pagó la mitad porque le iba ayudando a un amigo a navegar la yola. Pero poco después de llegar a Puerto Rico fue detenido y deportado a República Dominicana.

La vida siguió, Fernando se casó y tuvo tres hijos. Pero no salía de pobre. Y a los 25 años de edad, lo volvió a intentar. No iba solo; otras 82 personas lo acompañaban en el mismo bote. Esta vez le fue mejor. Duró tres meses trabajando en Puerto Rico antes que lo arrestaran y repatriaran a su país una vez más.

Fue entonces que le prometió a su esposa y a sus hijos que no lo volvería a intentar, que se quedaría en República Dominicana y que conseguiría un trabajo en la marina de La Romana. Hasta ahora ha cumplido, pero en sus ojos noto que no está tranquilo.

“Sí puedes pagar más, unos 50 mil pesos dominicanos (poco más de $, 1,100 dólares) quizás puedas conseguir una lancha de fibra de vidrio con dos motores y en unas seis horas llegas a Puerto Rico”, me comentó con un sesgo de esperanza en su sonrisa. “Pero si te agarran, lo pierdes todo.”

Nos acercamos hacia la isla de Catalinita, en el extremo este de República Dominicana. Un amplio canal marítimo detenía el embate de las olas y de pronto pensé que no podía haber un lugar más bonito en todo el caribe. Las maravillosamente rojas estrellas de mar se veían moviéndose desde la lancha. ¡Qué lugar! pensé. Pero Fernando me rompió el embrujo.

-“Por aquí salen muchas de las yolas que van hacia Puerto Rico, pasan frente a la isla de Catalinita o la isla Saona y luego se van al canal de la Mona”, me dijo.

-“Ese es el canal de la muerte”, le repliqué.

-“¿Y qué le vamos a hacer cuando se tiene hambre?” me contestó. “Hace unos días salieron 80 personas de (la población de) Samaná y hasta el día de hoy nadie sabe nada de ellos.”

Nos quedamos los dos, en silencio, viendo el horizonte. Tal vez por este mismo canal había pasado ese grupo de dominicanos. Y cuando nuestros pensamientos empezaron a pesar, Fernando le dió vuelta a la lancha y regresamos a toda velocidad. El sol y el viento me obligaron a cerrar los ojos y dejé de preguntar.

Posdata. Al llegar a casa, días después, me enteraría que de los 78 dominicanos que a finales de julio salieron en una yola de Samaná hacia Puerto Rico, solo 39 fueron rescatados. Los demás se dan por muertos. Una fuerte tormenta dejó la lancha 12 días a la deriva, con el único motor descompuesto, sin agua ni alimentos. Muchos murieron deshidratados. Otros tomaron de su propia orina y al menos un reporte de prensa indica que una jóven, que había dado a luz hacía dos meses, amamantó a varios hombres antes de morir por una hemorragia y con los senos secos.

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