Como la mayoría de los norteamericanos, no tengo nada que ver con el derrame petrolero en el Golfo de México. Sin embargo, tengo que confesar cierta culpabilidad en esta terrible
tragedia ecológica.
La principal culpable de este desastre es, desde luego, la empresa British Petroleum.
Nadie debe tener permiso de perforar un pozo si no sabe, antes, como taparlo. Y esto fue posible porque los reguladores e inspectores del Departamento del Interior han actuado como socios de las compañías petroleras.
No se trata, nada más, de un problema de corrupción o de incompetencia. Es también un problema filosófico. ¿Qué tanto se debe meter el gobierno en la regulación de las empresas
privadas? Más allá del debate mediático y académico, en el caso del derrame en el golfo la respuesta es clarísima: el gobierno de Barack Obama debió haberse metido mucho más en la aprobación y regulación de las perforaciones marítimas. No lo hizo y ahora estamos sufriendo las consecuencias.
La respuesta al desastre tampoco fue apropiada. Nadie quiere a un presidente o a un líder desbordado en sus emociones. Pero durante muchas semanas el presidente Obama no actuó con
el sentido de urgencia que esta emergencia ameritaba.
Lo más frustrante de todo es que el gobierno no estaba preparado para una crisis así y ha tenido que dejar la solución a la misma empresa que causó el problema. Es tan absurdo como pedirle que apague un incendio a la persona que lo provocó. Y para sorpresa de todos nosotros, no hay nadie en el gobierno que sepa tapar pozos en la mitad del océano.
Muy poco hemos aprendido desde el desastre del Exxon Valdes en Alaska en 1989.
Cada vez que aparece por televisión o en la internet el video del chorro de petróleo derramándose en el fondo del mar, mi primer impulso es cambiar de canal o hacer un click a un
asunto menos perturbador. Pero, haga lo que haga, el petróleo sigue derramándose. Y la culpa, en parte, es mía. Lo es.
Es inevitable concluir que el petróleo que estaban sacando del fondo del mar es para producir la gasolina que utiliza mi auto. Nuestro estilo de vida depende de ese petróleo. Y por eso
todos somos responsables de ese accidente. Si consumes gasolina no te puedes escapar de ese pecado colectivo.
Desde luego que he pensado en las alternativas. Podría ir en bicicleta al trabajo. Pero me tardaría 5 o 6 horas diarias en el trayecto de ida y vuelta. Podría, también, utilizar el sistema de
autobuses. Pero el transporte colectivo en una desgracia en Miami y, fácilmente, podría pasar la mitad de mi día en autobuses ineficientes con rutas inservibles.
Lo reconozco: no tengo más remedio que utilizar mi auto y la gasolina que saca del fondo del mar empresas como BP.
Quizás lo más frustrante de esta crisis ecológica –que pudiéramos arrastrar por varias décadas y que pinta ya de negro nuestras mejores playas- es que no ha sido utilizada como una
oportunidad para buscar un cambio radical de nuestras fuentes de energía.
El presidente Obama ha desaprovechado una oportunidad única para cambiar, de manera radical, la manera en que nos transportamos y vivimos. Y no me refiero al controversial tema de
la energía atómica y sus desechos tóxicos.
Un nuevo impuesto a la gasolina reduciría el uso del automóvil y esos multimillonarios ingresos podrían ser utilizados para el desarrollo de nuevas tecnologías. El sol y el viento son
fuentes inagotables –y totalmente limpias- de energía. Pero todavía no las sabemos aprovechar al máximo. Además, no hay apetito político en Washington para un nuevo impuesto a 5 meses de unas elecciones.
No acabo de entender, por ejemplo, por qué la producción y uso de autos híbridos
–que funcionan con electricidad y gasolina- no ha sido promovido agresivamente por el gobierno como una alternativa a corto plazo. ¿O será que en este caso los reguladores del gobierno
también se han asociado con las empresas automotrices?
Mientras tanto, no puedo creer que tendremos que esperar hasta agosto para detener, con suerte, esta tragedia. Por más que quiera, no puedo borrar de mi mente la imagen del petróleo
derramándose en el fondo del océano. Y con cada negro galón en el mar se va llenando mi culpabilidad compartida.
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EL DERRAME Y YO
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