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EL DIA QUE HUGO CHAVEZ DEJO DE ESCUCHAR

Cuando conocí a Hugo Chávez por primera vez todavía escuchaba. Fue el 5 de diciembre de 1998, un día antes de las elecciones presidenciales en Venezuela que ganó con suma facilidad. Nos reunimos en Caracas y contestó, sin molestarse, todas y cada una de mis preguntas. Es más, tengo la impresión que hasta disfrutó la entrevista y la polémica. Era un Chávez que quería enamorar al mundo y convencerlo de que era posible sacar a la mayoría de los venezolanos de la pobreza. Vestido de traje y corbata, tenía aún las manos llenas de llagas y cicatrices producto de los saludos durante la campaña electoral.

-“¿Cómo puede llamarse demócrata alguien (como usted) que intentó realizar un golpe de estado?” le pregunté, refiriéndome al fracasado intento de golpe de estado que él lideró contra el presidente Carlos Andrés Pérez en febrero de 1992.

-“Es posible” me contestó con calma. “Pero ¿sabe usted qué pasa aquí? Que un sistema que se llamó democrático degeneró (en tiranía).”

Chávez pasó dos años en la cárcel hasta que fue perdonado por el entonces presidente Rafael Caldera.

-“Comandante, déjeme hablarle del miedo que usted genera en muchas personas”, continué. “Hay gente que le tiene miedo. ¿Usted sabe eso?”

-“No sé por qué”, me respondió con ingenuidad.

-Bueno”, seguí, “primero dicen que usted no es un demócrata. ¿Usted está dispuesto a entregar el poder después de cinco años.”

-“Claro que estoy dispuesto a entregarlo”, dijo seguro, sin titubear.

“No soy el diablo”, concluyó antes de terminar la entrevista y presentarme a dos de sus hijas, a quienes besó efusivamente frente a dos cámaras de televisión como si llevara mucho tiempo si verlas.

Hoy, a casi seis años de esa entrevista, es obvio que Hugo Chávez me mintió. Chávez no entregó el poder a los cinco años como me prometió –y lo tengo grabado en una cinta de video para quien lo dude- sino que cambió la constitución para perpetuarse en la presidencia.

Si hubiera puesto más atención, todas las veces en que Chavez se comparó con Jesucristo y con Simón Bolivar me hubieran indicado que me encontraba frente a un personaje mesiánico, que se sentía el salvador de Venezuela, y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de alcanzar el poder y mantenerse ahí. Pero el irrefutable triunfo de Chávez en las urnas -terminando con 40 años de gobiernos corruptos de los partidos políticos tradicionales: Copei y Acción Democrática- opacó esas claras señales de alarma. Chávez había logrado con los votos lo que no pudo hacer antes con las balas.

Regresé a Venezuela 15 meses después de esa primera entrevista, en febrero del 2000, y me encontré con un Chávez totalmente cambiado. Ya no escuchaba. Su traje de civil había sido reemplazado por botas, un verde uniforme militar y una boina roja, y sus coqueteos con la dictadura de Fidel Castro se habían convertido en una profunda amistad.

El Hugo Chávez amable, risueño, interesado, que me presentó a sus hijas, había desaparecido. El poder, sin dudas, se le había subido a la cabeza. Rápido, muy rápido.

La cita, reconfirmada varias veces, para entrevistarlo en el Palacio de Miraflores fue cancelada sin ninguna explicación ni aviso previo. Esto me obligó a perseguirlo durante 12 horas, en dos avionetas y un helicóptero, hasta llegar a la población de Guarumito, cerca de la frontera con Colombia. Ahí Chávez aceptó hablar conmigo, pero con la condición de que cientos de sus simpatizantes nos rodearan.

Pusimos dos sillas en medio de una cancha de basquetbol y comencé a preguntar. Cada respuesta del comandante Chávez era seguida por un aplauso de la gente que lo apoyaba. Y las preguntas que no le gustaban a Chávez terminaban con un claro abucheo del público.

A pesar de las extrañisimas circunstancias de la entrevista, le pregunté a Chavez, con datos concretos, sobre las acusaciones de corrupción contra funcionarios de su gobierno, sobre las violaciones a los derechos humanos imputadas al ejército, sobre las enormes presiones contra periodistas y medios de comunicación que criticaban su régimen, sobre el crecimiento del desempleo y la pobreza, y sobre su inexplicable ausencia durante las inundaciones de diciembre de 1999. Pero Chávez no quería oir nada de eso.

-“Claro”, me dijo desafiante, “tú estás repitiendo basura. Tú lo que estás aquí es repitiendo basura.”

-“…Por eso le quiero preguntar…” traté de explicarle pero me interrumpió.

-“…Tú por tu boca estás repitiendo basura.”

-“Yo le estoy preguntando”, le dije, “mi labor es preguntar.”

-“Está bien, está bien” reconoció impaciente. “Pero estás recogiendo basura. Estás recogiendo el basurero, el estercolero.”

Chávez, el líder golpista, el presidente, el revolucionario bolivariano, el que se comparaba sin modestia con algunos de los más importantes personajes de la historia, no podía concebir que alguien –en este caso, un periodista extranjero- cuestionara su presidencia y su persona dentro de Venezuela. Eso no lo iba a permitir. Y en lugar de contestar a mis preguntas, evadió los temas, se volvió sordo y trató de convertir en “basura” las legítimas críticas a su gobierno. Para mí, ese fue el día que Hugo Chávez dejó de escuchar.

Todos mis intentos por volver a entrevistar a Chávez después de ese encuentro han sido recibidos por un interminable silencio; ni siquiera uno de sus asistentes ha contestado mis llamadas.

Millones de venezolanos, desilusionado con los abusos de poder, intolerancia y autoritarismo de Hugo Chávez, saldrán a votar en el plebiscito revocatorio de este domingo 15 de agosto. Y a ellos, muy a su pesar e independientemente del resultado, Chávez sí los tendrá que escuchar.

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