Managua, Nicaragua
A los nicaragüenses (como a los mexicanos) les gusta usar máscaras. Y no me refiero, por supuesto, a que anden por las calles con la cara cubierta por una figura animal o vestidos de Batman. Es, más que un vicio, una forma de ser. A veces el sí es no y el no es sí. Se necesita conocer bien a los nicaragüenses para saber qué es, exactamente, lo que piensan. Pero tengo que reconocer que no soy experto en el tema y que aún no acabo de entenderlos. (Ser mexicano tampoco me ha ayudado mucho.)
Un par de horas después de conocerse su victoria electoral, le pedí al próximo presidente de Nicaragua, Enrique Bolaños, que me explicara por qué las encuestas casi siempre se equivocan en su país. En 1990 la mayoría de los encuestadores creyeron, equivocadamente, que Daniel Ortega le ganaría a Violeta Chamorro. Y ahora, en este 2001, las encuestas mas respetadas también se equivocaron; pronosticaron un “empate técnico” entre Ortega y Bolaños. El candidato del partido Liberal, en contraste con las encuestas, le ganó fácilmente al sandinista por más de 10 puntos de ventaja. ¿Qué pasó?
La gente aún recuerda los espionajes y temores de la época sandinsita, me dijo Bolaños a manera de explicación. Pero también hay algo del Guegüense, añadió.
Nunca había oído, siquiera, el término. Tras despedirme de Bolaños anduve preguntando y unos amigos nicaragüenses me hicieron el favor de regalarme el magnífico libro de Jorge Eduardo Arellano llamado, precisamente, “El Güegüense”. Y gracias a ese libro pude entender un poquito mejor por qué algunos nicaragüenses tienden a desconfiar de los extranjeros y a confundir a los encuestadores antes de unas votaciones.
El Güegüense es una representación teatral de origen precolombiano que muestra, con sátira, bailables, disfraces, máscaras y humor, cómo los nicaragüenses se burlaban y engañaban a los conquistadores españoles. En la obra, la actitud cordial y cortés frente al poderoso y el extranjero -“Dios misericordioso guarde a Usted, Señor Gobernador”- rápidamente se transforma en bromas y risas a sus espaldas. Y eso mismo ocurre ahora en Nicaragua. El Güegüense sigue vigente siglos después.
Los nicaragüenses no sólo escondieron, otra vez, su intención de voto en estas elecciones ante encuestadores y periodistas internacionales, sino que siguen utilizando las máscaras de la cordialidad y el humor para burlarse de los políticos que han violado su confianza. Por ejemplo, me llama mucho la atención ver cómo algunos nicaragüenses tratan con extremo respeto (y hasta bajan la mirada) cuando saludan al actual presidente Arnoldo Alemán o al líder sandinista Daniel Ortega. Pero apenas se alejan de ellos, sueltan una broma o un comentario cargado de veneno.
El caso más obvio es con el presidente Alemán. Las acusaciones de corrupción, enriquecimiento ilícito y nepotismo se escuchan por todos lados aunque pocos se atreven a decírselo en su cara o a acusarlo formalmente ante una corte. En cambio, en múltiples conversaciones (incluso con sus propios funcionarios públicos) he escuchado la frase: “Gordoman es un ladrón”. (“Gordoman” es el apodo que le han dado los nicaragüenses.) Y no faltan las caricaturas en los diarios que lo pintan con un maletin cargado de dinero. Esto es el equivalente moderno a una frase que aparece en el Güegüense: “¡Y qué buenas uñas se gasta el amigo Capitán Alguacil Mayor!” (Aleman, valga la aclaración, me dijo en una entrevista que las acusaciones son falsas y que él “no tiene nada que esconder”.)
Con Daniel Ortega ocurre un fenómeno similar. La mayoría de los nicaragüenses no creyó que había cambiado y como muestra ahí están los resultados de las eleciones. Sus camisas rosas, sus promesas de que no confiscaría nada ni volvería a implementar el servicio militar obligatorio, y sus constantes menciones a dios y al amor cayeron en saco roto. ¿Por qué? Porque las acciones de Ortega contradicen sus palabras.
“¡Ve que afrenta de muchacho, hablador, boca floja!” habría dicho el Güegüense.
Ortega no estuvo dispuesto a renunciar a Marx ni a su inmunidad parlamentaria para enfrentar las acusaciones de abuso sexual presentadas por su hijastra Zoilamérica Narvaez. Y tampoco hizo ningun intento por regresar la casa que se apropió durante el período conocido como “La Piñata”. Por eso, con un humor ponzoñoso digno del Güegüense, los nicaragüenses le llaman a Ortega “el Piñatín”.
Entre broma y broma los nicaragüenses han desenmascarado tanto a “Gordoman” como a “Piñatin”. No me estrañaría que pronto empezáramos a escuchar chistes punzantes sobre Enrique Bolaños. Lo peor que he escuchado sobre Bolaños es el apodo de “Bola de Años”. Pero eso no es preocupante. A sus 73 años Bolaños tiene fama de ser un honesto e incansable trabajador -“me levanto todos los días a las cuatro de la mañana”, me dijo en la entrevista- y de agotar en la campaña, incluso, a sus asesores más jóvenes.
No. El punto débil de Bolaños no es su edad sino su cercanía a Aleman; fue su vicepresidente y Alemán impulsó su candidatura presidencial. Sin embargo, el rompimiento ya se ha perfilado. En un discurso de campaña (el 18 de octubre) Bolaños marcó su distancia al decir que en su gobierno “nadie, ni Aleman…” estaría por encima de la ley. Y cuando le pregunte si él creía que Arnoldo Alemán había sido un presidente corrupto, contestó con suma frialdad: “a mí no me toca calificarlo ni defenderlo.”
A partir de enero, cuando tome posesión, veremos hasta dónde está dispuesto a llegar Bolaños respecto a su promesa electoral de luchar contra la corrupción. Pero tiene que dar un buen ejemplo. O como diría el Güegüense en el verso 279: “Todo lo ha de hacer el viejo.”
El Güegüense, sin duda, me ha ayudado a entender mejor lo que está ocurriendo en Nicaragua. Pero ojalá lo hubiera leído antes de las elecciones; habría estado menos perdido. “Dios misericordioso proteja a usted, Güegüense.”