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EL MARTES QUE ESTADOS UNIDOS PERDIO LA INOCENCIA

Miami

Nos habíamos levantado temprano y Nicolás estaba muy contento. Días atrás mi hijo había comenzado la escuela y ya le estaba perdiendo el miedo a quedarse sin sus padres por unas horas. Pero cada vez que lo acompañaba para dejarlo en el colegio, me señalaba con su dedito al cielo y decía: “Mira, papá, esa es mi bandera”. Esa mañana parecían flotar las 13 franjas horizontales rojas y blancas con las cincuenta estrellas enterradas en el azul. Se refería por supuesto a la bandera norteamericana.

Ese martes once de septiembre del 2001 me quedé unos minutos más en la escuela y vi a mi hijo Nicolás ponerse la mano en el pecho, al igual que cientos de sus compañeros de primaria, y declamar en inglés: ” I pledge allegiance to the flag of the United States of America…” Me enterneció ver a un niño de apenas tres años de edad repetir, si bien mecánicamente, el saludo a la bandera de Estados Unidos. Soy mexicano (mas bien, muy mexicano) pero Estados Unidos me ha dado las oportunidades que no encontré en mi país y, además, mis dos hijos nacieron en esta nación de inmigrantes.

Salí contento de la escuela y regresé corriendo a casa, para hacer un poco de ejercicio, seguido por mi perro Sunset. Tras una ligera llovizna el sol peleaba con las nubes y me quemaba la cara. Era una mañana típica del sueño americano: casa en los suburbios, un buen trabajo, dos hijos maravillosos y el futuro asegurado.

En todo tenía razón, menos en lo de futuro asegurado.

Cuando llegué a la casa fui a la cocina a tomar un poco de agua y mi esposa Lisa recibió una llamada por teléfono. Era una amiga. Colgó inmediatamente y la vi correr para encender el televisor. No le hice mucho caso, hasta que gritó: “¡Nooo puede ser!” Las imágenes de la televisión transmitían a nivel nacional el extrañísimo caso de un avión enterrado en una de las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York. Nos paramos, mudos, frente al televisor. Y ahí mismo vimos atónitos cómo otro avión comercial se estrellaba contra la segunda torre causando una enorme explosión.

“¿Qué es esto?”, dije en voz alta. “¿Qué está pasando?” La posibilidad de un accidente quedaba desvanecida con el choque de la segunda aeronave. Una falla en la torre de control de alguno de los tres aeropuertos de Nueva York habría sido detectada y corregida por cualquier piloto experimentado. Sí, la única posibilidad factible era la de un acto terrorista.

Hice un par de llamadas a la oficina -como periodista vivo de lo inusual, de lo repentino y hay mañanas en que no sé en qué país del mundo acabaré durmiendo- y me fui a dar un duchazo. El plan era irme directo al aeropuerto y tomar el primer vuelo de Miami a Nueva York. Lisa me sorprendió cuando jalaba una toalla tras salir de la bañera. “Bombardearon también el Pentágono”, me informó y se echó a llorar.

El mundo lineal, seguro, tranquilo, que sólo unos minutos antes había vislumbrado para mi hijo Nicolás se transformó en un escenario caótico, impredecible, lleno de miedos. Y Estados Unidos que estaba muy mal acostumbrado a pelear fuera de su territorio y a sentirse prácticamente invulnerable a ataques terroristas internacionales hincaba la rodilla por unos angustiantes momentos. El ataque había sido audaz, cruel y bien planeado. Luego vendrían los mares bipartidistas de patriotismo y el contraataque. Pero la inocencia estaba perdida.

Por supuesto, no me pude ir a Nueva York en avión. Todos los aeropuertos del país cerraron. Y la ciudad de la que Frank Sinatra aseguró que nunca duerme -…a city that does’nt sleep- durmió. Aterrada. Desencantada. Sin cantos.

Doce, 13, 14, 15 horas pasé en la televisión reportando sobre el peor día en la historia de Estados Unidos en lo que se refiere al número de muertos por un acto terrorista o de guerra. Y describí 100, 200, mil veces cómo un avión se estrellaba en las torres gemelas de Nueva York y cómo unos muñequitos desesperados se tiraban al vacío para no morir calcinados.

Desde las nueve y media de la mañana hasta las ocho y media de la noche de ese martes el presidente George W. Bush prácticamente desapareció del mapa. Había “evidencia creíble”, diría luego el portavoz presidencial, de que la Casa Blanca y el avión presidencial estaban también en la lista de objetivos terroristas.

Así que el Air Force One, como chapulín supersónico, saltó de Sarasota en la Florida (donde sorprendió a Bush el primer ataque) a una base aerea en Lousiana a otra en Nebraska a otra en Virginia. El presidente, ausente pero seguro, reapareció en vivo para dar un discurso a la nación a las 8 y 32 de la noche del martes en la Casa Blanca a donde había llegado esa misma tarde.

Quizás no hubo vacío de autoridad durante esas larguísimas horas en que no vimos ni escuchamos en los medios de comunicación a Bush ni a ninguno de sus ministros o colaboradores. Quizás todas las órdenes fueron dadas desde el avión. Quizás ahí estaba el mandatario en pleno control. Quizás. El código Delta -una operación de emergencia antiterrorista- estaba en efecto. La seguridad era la prioridad. Pero poder que no se ve, poder que no se ejerce.

La noche terminó con los mismos aviones destruyendo las mismas torres y las mismas imágenes de seres desesperados lanzándonse al vacío.

Cuando por fin salí de los estudios de televisión estaba lloviendo. No abrí el paraguas y caminé, lento, hacia el auto. Prendí el radio para escuchar aún más noticias. No pude más. Apreté el botón que dice CD y oí a Madonna cantar hey mister D.J…. Mi mente, lo admito, descansó.

Llegué a casa, comí un sándwich de mantequilla, preparé leche con chocolate -como cuando era niño- y me metí a la regadera. Al salir fui al cuarto de Nicolás y le toqué el estómago en un ritual que sigo desde que nació.

Sí, estaba respirando. Y respiré. Aliviado.

Así, el mismo martes que Estados Unidos perdió su inocencia yo perdí la convicción de que el futuro de mi hijo Nicolás sería mejor que el mío. Lo despeiné suave, delicadamente, mientras dormía y me acordé que esa misma mañana me dijo orgulloso en su escuela: “Mira, papá, esa es mi bandera.”

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