La Pequeña Habana, Miami
Por fín vi a Elian. Tres veces. Sólo por unos segundos. Pero lo vi.
Iba vestido con una camiseta amarilla y un overol azul de mezclilla que le quedaba un poco grande. Los tirantes apenas se le sostenían en los hombros y la parte baja del pantalón le cubría totalmente las rodillas. Estaba descalzo.
“Ahí está”, gritaron unos periodistas que me acompañaban frente a la casa de la familia Gonzales. Click. Click. Click. Las cámaras empezaron a tronar, secas, abruptas, como gallinas con tos. Efectivamente. Elian entraba y salía del patio trasero de la casa como torbellino. Me sorprendí conteniendo la respiración. Dejé de parpadear. No quería perderme el momento. “Este es el niño que está causando una revuelta a nivel internacional”, pensé. “El niño mas famoso del mundo.”
La primera vez que lo vi, Elian salió a patear un pelota -¿preferirá el futbol soccer al beisbol? En el patio había cuatro o cinco niños que lo habían ido a visitar ese sábado; la familia Gonzalez de Miami es muy extensa. La pelota voló y Elian se esfumó.
La segunda aparición del niño-símbolo fue sólo un flashazo. Elian salió de la cocina hacia el patio -a un ladito de donde están la lavadora y la secadora, el barbecue y la mesa de plastico blanco- tomó a uno de los adultos por la mano y lo jaló hacia el interior de la casa. (Más tarde me enteraría que ese día Elian esperaba una llamada de su padre desde Washington y que estaba un poco alterado por la situación.)
La tercera vez que vi a Elian, salió corriendo a la resbaladilla –amarilla brillante, igual que su t-shirt- que Lázaro, su tío abuelo, instaló en la parte de atrás de la casa. Luego, volvió a desaparecer como un rayo. Eso fue todo.Unos segundos por aquí y otros por allá. Pero como periodista, no podía seguir hablando de este niño sin haberlo visto. No podía.
A lo lejos, Elian me pareció mas pequeño que en las imágenes que había visto por la televisión. Lo sentí frágil. Rompible. No pude acercarme lo suficiente como para verle a los ojos. Aunque luego me percaté de lo absurdo que era el tratar de descubrir el secreto de un niño a través de una rápida mirada.
Cada movimiento de Elian en el patio era registrado. Las antenas de satélite llenaron de agujas el cielo. Para tejer de palabras la radio, los diarios y la internet. Para planchar de imágenes la tele. Frente a la casa de los Gonzalez –donde ahora ondean dos banderas: una cubana y otra norteamericana- conté 16 carpas con decenas de periodistas, locales e internacionales, acampando. Todos elianizados. Todos alienados del resto del orbe. En estos días -no hay duda para ellos- éste es el ombligo del mundo. Antes fue Kosovo. Hoy es la Pequeña Habana.
Y en medio de este desplante de tecnología y recursos, me dió pena pensar que el niño juguetón que vi no había salido de esa modesta casa de dos cuartos durante los últimos cuatro días debido al temor de sus familiares en Miami de que fuera detenido por agentes federales y enviado con su padre. Si mi hijo y mi hija tuvieran que quedarse cuatro días encerrados en la casa nos volveríamos locos, todos. En cambio, Elian parecía estar manejando la situación bastante bien, con una madurez muy por encima de su edad.
¿Por qué este niño es tan especial? ¿Qué ha hecho que toda una comunidad haya salido a defenderlo? ¿Cómo terminaron los cubanoamericanos enfrentados, simultaneamente, al gobierno de Bill Clinton y al régimen de Fidel Castro?
Las respuestas estaban ahí, en la calle, para quien quisiera oirlas. A un lado de la casa de los Gonzalez, cientos de personas actuaban como guardias personales de Elian. La policia de Miami las mantenía controladas detrás de unas barreras metálicas. Pero los gritos no tenían límites: “Elian no se va”, “Elian no se va”, “Elian…”
Los cubanoamericanos están más unidos que nunca en torno a este caso. Una encuesta del diario The Miami Herald asegura que 83 de casa 100 cubanos quieren que Elian se quede con sus familiares en Estados Unidos. Jamás, en la década que llevo viviendo en Miami, había visto a tantos cubanos con tantas diferencias -de orígen, clase social, edad y educación- unirse en una sola causa. Jamás. Y a esto habría que sumar que 55 de cada 100 hispanos no cubanos, también quieren que el niño se quede. O sea, que los vecinos hispanoparlantes de los cubanos –nicaragüenses, colombianos, venezolanos, mexicanos, hondureños…- les están echado una mano.
Por otra parte, es cierto que la mayoría de los negros y los blancos no hispanos del sur de la Florida preferirían (según la misma encuesta) que Elian fuera entregado a su padre. Pero de acuerdo con varios cubanos con quienes conversé frente a la casa de los Gonzalez, esas opiniones y divisiones surgen por que hay mucha desinformación en Estados Unidos sobre los abusos de la dictadura de Fidel Castro.
“Ellos no entienden nuestra tragedia”, me dijo Ramón Cala, uno de los voluntarios que protegen la casa donde vive Elian. Y luego, sugiriendo que ha habido un tinte de racismo anticubano, antihispano y antiinmigrante en el manejo de esta crisis, me dijo: “si el niño hubiera sido un alemán de ojos claros, el cuento sería distinto.”
Otro de los voluntarios –vestido con una camiseta que decía en inglés: No Castro, No Problem- me explicó que este no es un caso típico de custodia familiar. “Aquí hay que considerar que estaríamos destruyendo al niño si permitimos que regrese a Cuba”, me dijo. “Y esto es algo que no entienden los que no son cubanos y no conocen las desgracias que vive el pueblo cubano.”
No sé como va a acabar esto. Pero independientemente de que Elian se quede o se vaya, la voz de la comunidad cubanoamericana, denunciando internacionalmente la opresión con que se vive en Cuba, tiene que manchar la imagen color de rosa que aun goza el régimen de Castro en algunos países. Después de lo de Elian, ya nadie podrá decir que nunca había oído que en Cuba encarcelan y ejecutan a personas sólo por opinar distinto que Castro, sólo por ser demócratas. Después de esto, ya nadie podrá excusarse de tener una sordera selectiva sobre los 41 años de abusos de la dictadura castrista.
Tras pasar cinco horas frente a la casa de los Gonzalez, me fuí. Aun quería ver –otra vez, mas de cerca- a Elian. Pero era inútil. Caminé tres cuadras hacia donde estaba mi auto. Todas las calles estaban atascadas. No había ni un pedacito de estacionamiento. Prendí el coche, manejé unos metros y, de pronto, me encontré caminando a Lázaro, el tío abuelo de Elian. Camiseta gris sin mangas, jeans, lentes obscuros, top-siders sin calcentines, cigarrillo prendido y el peso de muchos mundos en sus espaldas.
Este mecánico de 49 años, exiliado desde el 84, es quien ha tomado, hasta el momento, las decisiones mas difíciles respecto a Elian. Lo saludé a través de la ventana y me reconoció. Paré el auto. Me bajé y le pregunté cómo estaba. “Aquí, ya ves, chico”, me dijo. “Tratando de que este muchacho viva en libertad.”