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EL (PERDIDO) PLACER DE CAMINAR EN MEXICO

Ciudad de México.

Caminar en la capital de la república mexicana puede ser dañino para tu salud. Ojalá está frase fuera una exageración. No lo es.

Caminar aquí es echarse un volado. Puede que te roben o puede que no. Si ocurre, puede ser de forma violenta o, tal vez, solo realicen el robo con una amenaza. Si tienes suerte te bajan la cartera y ya. Si no, entonces quizás te lleven a varios cajeros automáticos hasta bajarte toda la lana posible de tu cuenta y luego te dejan, temblando y sin celular, mentando madres.

Los mexicanos caminan con miedo o, al menos, con precaución. Voltean todo el tiempo para atrás para ver si alguien los sigue. Las mujeres abrazan sus bolsas como si fueran bebés recién nacidos. Los hombres se tocan el bolsillo a cada rato para asegurarse que el dinero de la quincena y la licencia no desaparezcan como por arte de magia. Caminar -una de las actividades más comunes y placenteras que puede realizar un ser humano- es un peligro en esta ciudad. Caminar en esta, una de las ciudades más interesantes que conozco, es otro de las placeres que hemos perdido.

Las cifras de criminalidad en México son poco confiables. Muchos mexicanos no respetan a la policía y, por lo tanto, no reportan los crímenes. ¿Para qué? se preguntan, si en varias ocasiones es la misma policía la que comete los delitos o colabora con los delincuentes. El 75 por ciento de los mexicanos no denuncia los crímenes, según la Encuesta Internacional sobre Criminalidad y Victimización. Pero el crimen no es algo que solo se ve en los noticieros. “Durante los últimos 5 años casi en la mitad de las viviendas del país por lo menos un miembro fue víctima de algún delito”, concluye la encuesta financiada por Naciones Unidas.

Para no tirarles muchos choros mareadores, basta que veamos el asunto de los secuestros. Únicamente en Colombia secuestran más gente que en México. En el 2002 se cometieron 107 secuestros en México, en el 2003 hubo 169 y en el 2004 llegaron a 200. Y en la primera mitad del 2005, según cifras de la Agencia Federal de Investigaciones, 75 personas había sido secuestradas. Pero, de nuevo, nadie cree en estas cifras oficiales.

El número de secuestros que tiene registrados la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) es tres veces mayor que el que reconoce el gobierno federal. Y, aún así, estos cálculos se quedan cortos. Un empresario secuestrado, por ejemplo, tiene mayores probabilidades de ser liberado si no hay publicidad durante el rapto y la subsecuente negociación.

Por esto, el trabajo de alcalde de la ciudad más grande del mundo es una misión imposible. Por más que haga siempre le van a echar la culpa de los secuestros y actos delictivos. Además, no hay manera de resolver en dos o tres años los problemas de tráfico, drenaje, habitación, contaminación, pobreza, educación, salud y sobrepoblación. Alejandro Encinas, el nuevo alcalde, tiene al monstruo viéndole a los ojos 24 horas al día. A lo más que puede aspirar el líder capitalino es lo que logró Andrés Manuel López Obrador; salir del puesto todavía con vida política. Pero en realidad, aquí no quiero hablar de pronósticos políticos sino de algo mucho más sencillo. Quiero hablar de caminar, caminar en la ciudad de México.

Con más de 20 años viviendo fuera de aquí, cada regreso incluía una cierta dosis de cuidado: evitar algunos lugares en horas específicas, no salir solo y, por supuesto, no caminar. Nunca he usado reloj, ni anillos, ni me cuelgo nada, aunque siempre llevaba conmigo una tarjeta de crédito y lo mínimo necesario para pagar una comida y listo.

Sin embargo, hace poco y con excelente guía, me fui a dar una vuelta por la colonia Condesa y me sorprendí al ver a tanta gente caminando. E hice exactamente lo mismo: caminé al restaurante donde me comí unos riquísimos tacos de costilla con una Chaparrita del Naranjo, caminé al parque México y vi como le daban de comer a los patos y le tomaban fotos a una quinceañera vestida de rosa, caminé a comprar un helado de chocolate, caminé a ver cómo están remodelando los edificios art decó, caminé hacia la fuente de las Cibeles y le di la vuelta completa a la plaza de Río de Janeiro, y cuando me dio sed caminé hasta donde hacen unos maravillosos jugos de fresa, caminé a la mezcalería donde unos amigos se estaban reventando cerca de la media noche, y más tarde caminé a echarme unos taquitos al pastor del Tizoncito con harta salsa y limón bien entrada la madrugada. El miedo que sentí en otras partes de la ciudad no lo percibí tan marcado en los camellones y comercios de la Condesa.

Algo tan sencillo como caminar fue, para mí, una forma de recuperar un poco de la ciudad donde nací. Caminar, aún con miedo, como desafío, es una manera de arrancarle a los criminales y a los burócratas inútiles el control de nuestras vidas.

Mis largas caminatas por la colonia Condesa y anexas me hicieron pensar en los londinenses que salieron a las calles al día siguiente de los recientes ataques terroristas. El mensaje que le estaban enviando a los terroristas era claro: ustedes no nos van a vencer, ustedes no van a cambiar nuestro estilo de vida. Igual contra el terrorismo que contra la delincuencia, las ciudades se ganan o se pierden caminando.

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