Miami
Mientras se bombardea Afganistán, otra batalla campal se está desarrollando en las salas de redacción de los principales medios de comunicación en Estados Unidos. Es la otra guerra en la que muchos, equivocadamente, quieren enfrentar al periodismo contra el patriotismo.
Además, están aumentando los obstáculos para cubrir el conflicto. Los periodistas de Estados Unidos están enfrentando en estos momentos cuatro tipos de problemas: presiones del gobierno, censura, autocensura y falta de acceso a la zona de combate.
Vamos por partes:
1) Presiones del gobierno. Las llamadas telefónicas de la asesora de seguridad nacional, Condoleezza Rice, a los principales medios de comunicación de Estados Unidos para evitar las transmisiones en vivo de mensajes de Osama Bin Laden o sus subordinados, tuvieron como objetivo detener el envío de supuestos mensajes codificados a los terroristas. Seis cadenas de televisión (incluyendo las tres grandes: ABC, CBS y NBC) accedieron a limitar esas transmisiones. Sin embargo, no hay ninguna evidencia de que efectivamente haya mensajes codificados. Además, ese tipo de presión es ingenuo: los terroristas pueden tener acceso a esos discursos en directo a través de otras cadenas internacionales de televisión (como la BBC) y por la internet. La tecnología y los satélites borraron hace tiempo las fronteras. ¿acaso no es mejor conocer al enemigo?
2) Censura. Los periodistas que viajan en los portaviones norteamericanos y acompañan a las fuerzas especiales de Estados Unidos y Gran Bretaña tienen que aceptar la censura directa por parte de los militares. Y esto tiene su razón de ser. Ningún reportero que acompañe a soldados de la alianza contra Afganistán puede decir dónde se encuentra ni dar información que ponga en peligro a militares y civiles norteamericanos. Quien no acepta ser censurado de antemano, sencillamente, no puede participar en esas misiones. Esas son las reglas del juego en tiempos de guerra; se toman o se dejan.
3) Autocensura. La prensa norteamericana, en general, ha tratado con guantes de seda a la CIA y al FBI, cuyos agentes claramente fallaron en detectar un mayúsculo complot terrorista. ¿Cómo hicieron 19 terroristas el pasado 11 de septiembre para burlar los servicios de inteligencia, asi como todos los sistemas de seguridad de los aeropuertos de Boston y Newark? ¿Cómo? Se trató de un enorme error de los espías y detectives estadounidenses. Y todavía no he visto o leído un reportaje, a fondo, sobre esas fallas en los servicios de inteligencia.
El presidente George W. Bush también ha gozado de un trato particularmente amable de la prensa en Estados Unidos. Sus niveles de popularidad son extraordinarios; nueve de cada diez estadounidenses lo apoyan. Y los poquísimos periodistas (sobre todo en diarios y revistas) que han puesto bajo la lupa algunas de sus decisiones y actitudes -¿por qué se vio tan poco a Bush en las horas posteriores a los ataques del 11 de septiembre? ¿bajaron la guardia frente al terrorismo los últimos dos presidentes? ¿debió existir una negociación de paz antes de los bombardeos? ¿cómo conciliar los llamados de Bush de regresar a la normalidad con las advertencias de sus asesores de posibles ataques terroristas?…- han sido fuertemente criticados por sus lectores.
Nadie duda del derecho de Estados Unidos de defenderse después de los ataques en Nueva York, Washington y Pennsylvania. No conozco a un sólo periodista estadounidense, latinoamericano o europeo que apoye o justifique el ataque contra el Pentágono y las torres gemelas. Pero los funcionarios del gobierno no pueden esperar un cheque en blanco de los reporteros. Hacer preguntas e investigar no debe equipararse con traición a la patria.
Periodismo o patriotismo es un falso dilema. He leído, visto y escuchado varios informes de guerra muy completos de algunos periodistas norteamericanos -con puntos de vista críticos- sin que eso signifique que no aman a su patria.
Desde luego, no podemos culpar a Estados Unidos por lo ocurrido el pasado 11 de septiembre. Ese día Estados Unidos fue la víctima. Pero, quizás, un acercamiento diplomático, político, comercial y cultural con los países árabes -con la misma intensidad y constancia con que se ha tratado a Israel desde la creación de su estado en 1948- habría evitado malentendidos, matizado el resentimiento y, en algunos casos, hasta controlado el odio que se respira en ciertos círculos del medio oriente contra la sociedad norteamericana. En ese acercamiento no bélico radica la solución a largo plazo al problema del terrorismo.
4) Falta de acceso a la zona de guerra. El gobierno talibán ha controlado, con éxito, la entrada de corresponsales extranjeros a Afganistán. Una periodista británica fue detenida durante semanas tras entrar ilegalmente al país y un reportero francés, después de ser apedreado al descubrirse que iba disfrazado de mujer, fue acusado de espionaje.
Nuestra principal fuente de información dentro de Afganistán es Al-Jazeera -una televisora que transmite desde Qatar- que sí tiene acceso a la zona de combate y que provee el punto de vista de los talibanes y del mundo árabe. En la guerra del golfo pérsico pude entrar hasta Kuwait y en la de Kosovo llegué, sin problemas, a su frontera con Macedonia. Ahora, en cambio, la mayoría de los corresponsales de guerra están encerrados en cuartos de hotel en Queta o Islamabad y en estudios de televisión en Miami y Nueva York. Estamos, en otras palabras, cubriendo la guerra desde lejitos.
Estos son tiempos difíciles para los periodistas que no quieren ser voceros de ningún gobierno. Esta es una guerra que se está luchando tanto en Kabul y Kandahar como en las pantallas de la televisión internacional. Bombas y propaganda son las armas de preferencia.
Los conflictos -tanto en Afganistán como en las salas de redacción- no dan señales de apaciguarse. Y, utilizando el lenguaje de los militares, habrá seguramente “daños colaterales” y víctimas inocentes en dichos enfrentamientos. Pero, al final de cuentas, lo único que debe hacer un verdadero periodista en estos tiempos es tratar de sacudirse las crecientes limitaciones, ser justo -es decir, darle a cada quien lo que le corresponde- y cubrir la guerra. No incitarla.