Miami
Todo lo que podía salir mal en las pasadas elecciones en Estados Unidos, salió mal: las computadoras que debían contar los votos en la Florida no contaron todos los votos; los recuentos manuales no se terminaron; 45 mil votos nunca fueron contados; las fechas límites se usaron como machete, no como punto de referencia; decenas de jueces se tardaron 36 días para encontrar una solución definitiva a la crisis electoral y cuando se halló una fue demasiado tarde; y los nueve jueces de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos demostraron que son tan partidistas como el resto de los mortales. El próximo presidente del país gobernará bajo la sospecha de que el verdadero ganador fue su contrincante.
Es increíble, realmente, que ésto esté ocurriendo en la democracia más antigua del mundo. Pero los norteamericanos se confiaron, they took for granted su democracia (perdón por el espanglish) y descuidaron los checks and balances que durante más de dos siglos les permitieron construir un sistema político ejemplar. Ahora tendrán que ver con un ojo afilado todos los errores que cometieron para no repetirlos.
El principal error que se cometió en las pasadas elecciones es que el próximo presidente norteamericano no será, necesariamente, el que ganó más votos; ni en la Florida ni en todo el país. El problema es que nunca sabremos realmente quién ganó porque los jueces de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos suspendieron el recuento de miles de votos. Fue como taparse los ojos y decir: no quiero saber quien obtuvo más votos. La democracia se basa en dos simples principios: 1) Todos los votos cuentan. Y 2) Gana el que obtenga más votos. Bueno, esos dos principios fueron puestos en duda en las pasadas elecciones norteamericanas.
“Mi voto no contó”, me dijo un desconsolado elector luego de conocer la decisión final de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, declarando inconstitucional los recuentos manuales. “Cinco viejitos eligieron al nuevo presidente.”
Se refería a los cinco jueces conservadores de la Corte (Rehnquist, O’Connor, Scalia, Kennedy y Thomas) que impusieron su mínima mayoría sobre los cuatro más liberales (Breyer, Ginsburg, Souter y Stevens). Según una encuesta de la cadena NBC, 53 por ciento de los norteamericanos creen que los jueces no actuaron de manera independiente. Es decir, la percepción generalizada de los estadounidenses es que los jueces tomaron partido y violaron la credibilidad y confianza que se había depositado en ellos.
El juez John Paul Stevens lo dijo mejor que nadie: “Aunque tal vez nunca sabremos con absoluta certeza la identidad del ganador de las elecciones presidenciales de éste año, la identidad del perdedor es perfectamente clara: es la confianza de la nación en el juez como un imparcial guardián de las leyes”.
Si ésto hubiera ocurrido en otro país de Africa, Asia o América Latina habría llamados internacionales para anular los resultados electorales. Votos sin contar, jueces que se embarran en política y la sospecha de que el perdedor es (en realidad) el ganador hacen una receta casi infalible para denunciar un fraude. Pero lo que ocurrió en los Estados Unidos no fue un fraude. En ningún momento se descubrió una intención de modificar ilegalmente el resultado. Lo que ocurrió fue un error tras otro tras otro tras otro…pero no un fraude electoral.
Al mismo tiempo, no dejo de maravillarme de Estados Unidos. Nada se paralizó durante las cinco semanas de caos electoral. El ejército nunca estuvo en alerta roja ni hubo tanques en las calles; bancos, escuelas, oficinas y hospitales han funcionado sin interrupciones; nadie se paniqueó cuando Clinton andaba de viaje (en Vietnam, Brunei y recientemente en Irlanda) y todavía no había presidente electo. Es decir, Estados Unidos tiene unas instituciones tan sólidas que se puede dar el lujo de funcionar por largos períodos en piloto automático y sin presidente (electo o en funciones).
Pero, a pesar de lo anterior, urgen cambios. Estas elecciones han dejado un muy mal sabor de boca a los norteamericanos y a los que no lo somos pero que vivimos en Estados Unidos. Es la sensación de que algo se salió de lugar; es la piedrita en el calcetín. Piedrota, más bien.
El sistema electoral norteamericano está viejo. Sus computadoras (las tristemente célebres votamatic) tienen tantas fallas como lavadoras oxidadas. Y sus jueces más respetados mostraron el cobre y la credencial del partido que los nominó. Un ejemplo. El juez Clarence Thomas -nominado por el expresidente George Bush (padre)- otorgó el voto que inclinó la balanza de la Corte Suprema de Justicia a favor de George W. Bush, hijo del exmandatario. Cinco a cuatro fue la decisión final.
No quiero ni imaginarme el escenario cuando algún día -dentro de uno, dos, seis, 10 meses- se cuenten todos los votos (gracias al Freedom of Information Act) y nos demos cuenta que la Casa Blanca, probablemente, esté ocupada por la persona equivocada. O sea, que los Estados Unidos podría tener un presidente accidental, un candidato que ganó por accidentes en el conteo de votos, en el sistema legal…y en la mudanza.
Todos han perdido un poco en ésta elección. Gore se queda sin la presidencia. Bush se queda sin legitimidad ni mandato. La Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos pierde, de un trancazo, su credibilidad como un órgano imparcial. Y millones de norteamericanos perdieron la confianza ciega de que su voto contaría.
La tragedia de ésta elección es que nunca sabremos quién fue el verdadero ganador.