Sí. Tenía miedo. Estaba nervioso. Era el primer vuelo que iba tomar desde que 19 terroristas secuestraron cuatro aviones y estrellaron tres de ellos contra las torres gemelas del Wall Trade Center de Nueva York y el edificio del Pentágono en Washington . ¿Cómo lo hicieron?
Sin ir muy lejos se trató de un gravísimo error de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y fallas muy claras en los sistemas de seguridad de los aeropuertos. ¿Cómo es posible que tantos terroristas hayan conseguido identificaciones falsas, cruzado los detectores de metales con cuchillos y armas blancas, violado todas las protecciones dentro de los aviones, sometido a la tripulación y, luego, tomado control de cuatro aeronaves hasta convertirlas en proyectiles cargados de civiles?
¿Cómo? ¿Podría repetirse?
En todo esto pensaba mientras un taxi me llevaba del centro de Manhattan al aeropuerto Laguardia de Nueva York. Acostumbraba llegar con sólo una hora de anticipación a todos mis vuelos. Pero ahora, por las estrictas medidas de seguridad, me di al menos dos horas. Y fueron más que suficientes. El aeropuerto estaba casi vacío.
En el mostrador de American -una de las dos aerolineas cuyos vuelos fueron secuestrados- me hicieron las preguntas de cajón: “¿empacó usted sus maletas? ¿han estado fuera de su control? ¿alguien le ha dado un paquete para llevar?” Ni más ni menos preguntas que antes. Ese ritual no cambió. La verdad, me hubiera gustado que me pidieran una identificación extra o que revisaran mi maleta rodante y el portafolios. Me habría sentido más seguro. Pero nada.
Donde sí noté un cambio es en la pequeña cafetería donde me gusta pedir un chocolate caliente por las mañanas antes de subirme al avión. Conozco bastante bien el aeropuerto de Laguardia. Ahí caigo cuatro, cinco, seis veces por año por cuestiones de negocios. Y en lugar de encontrarme a la media docena de muchachos hispanos atendiendo como abejitas a los apurados pasajeros, me topé con dos empleados, tristes, preparando capuccinos y café au latte. “¿Dónde están sus compañeros?” les pregunté. “Los despidieron a todos”, fue la respuesta. El vaso con chocolate me quemó la mano.
Ahí, mientras me soplaba la mano, conocí a Cristian. No pasaba de los siete años. El y su mamá tomarían junto conmigo el vuelo 1422 a Miami y luego ellos seguirían a Quito, Ecuador. Pero Cristian no se quería subir al avión. “Oye mamá”, había advertido antes de llegar al aeropuerto, “no quiero subirme a esos aviones que chocan.” Yo tampoco. Las imágenes de esos aviones estrellándose contra las torres gemelas, una y otra vez, eran imborrables. Para Cristian y para mí. Lo calmé como pude y le dije: “nos vemos en el avión”.
Al dirigirme a la puerta de salida me crucé con dos agentes del servicio de inmigración de Estados Unidos que patrullaban los pasillos. Eso es nuevo, pensé. Llegué al detector de metales, me pidieron de nuevo una identificación y siete personas -siete- vieron a través de una pantalla mis tres calzones, cuatro pares de calcentines, dos camisas sucias y un arrugado traje. Me dejaron pasar. Y me preocupé. ¿Acaso mi razuradora eléctrica, en forma de escuadra o pistola, no debió haber sido revisada?
Seguí adelante, rodeado de tiendas vacías, y me senté en una esquinita para hacer un par de reportes para la radio. No tardó mucho en que dos policías se me acercaran. Me oyeron hablar español y probablemente les pareció extraño o sospechoso. Los saludé con la cabeza y el asunto no pasó a mayores.
Esperé. Esperé y esperé. El avión tenía al menos media hora de retraso. Pero nadie se quejó. Cuando llegó el momento de abordar los pasajeros nos vímos a la cara con desconfianza. Lo admito. ¿Quien entre nosotros podría ser un terrorista?
Mi compañero de vuelo, un hombre de negocios sesentón y anglosajón, veía de reojo mis notas en español en una libreta. Lo noté intranquilo. Una sonrisa cordial y un hi lo calmaron. Los buenos modales, supongo, estarán de moda.
El avión tomó la pista y los pasajeros dejamos de hablar. En la cabina se formó un absoluto silencio. Volteé a mi alrededor y varias personas tenían las uñas clavadas en los asientos. Vi hacia abajo y yo estaba haciendo lo mismo. Pasamos a un lado de Manhattan y la isla estaba chimuela, sin los dientes gigantes de las torres gemelas. Todavía salía humo del lugar donde se realizó el peor ataque terrorista en la historia norteamericana.
Sirvieron el desayuno y desaparecieron los cubiertos de metal. Me comí un desabrido omelette con un tenedor de plástico. Mi vida -la de todos- había cambiado el 11 de septiembre. Traté de filosofar. Francis Fukuyama se equivocó al pensar que con la desintegración de la Unión Soviética habíamos llegado al Fin de la Historia. No, Estados Unidos no sería una superpotencia invulnerable ni la globalización la forma preferida de extender su imperio y sus ideas. En cambio, Samuel Huntington había atinado al sugerir que un Choque de Civilizaciones marcaría el futuro y que Estados Unidos, líder de Occidente, estaría amenazado. Este rollo mental lo cortó una mujer yendo al baño. Todos la seguimos con los ojos.
No encontramos ni una nube. No hubo turbulencias. Pero cada vez que alguien iba al baño o se paraba para sacar algo del compartimento superior, el resto de los pasajeros temblábamos. En un clima de terror, una diarrea puede convertir al más pacífico y enfermo de los viajeros en un terrorista potencial ante los ojos de sus compañeros de vuelo.
Aterrizamos en Miami, con alivio, tras dos horas y media de vuelo. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que ese vuelo fue uno de los más seguros de mi vida.