Entrevista con el Presidente de Colombia, Alvaro Uribe
Nueva York.
Llegó. Media hora tarde pero de buenas. Muy de buenas. Se reía. Bromeaba. Saludaba con ganas. Estaba lleno de energía dentro de esa camisa azul claro. Eran las 9 de la mañana y ya había tenido dos reuniones y un desayuno. Luego de levantarse había corrido una hora y 6 minutos en el parque Central. Ni un minuto más ni un minuto menos. Una hora y 6 minutos. Y eso, parece, lo tenía casi eufórico.
Me sorprendió. En otras entrevistas lo había visto enojón, malhumorado. Quizás porque siempre terminaban preguntándole si tenía o no vínculos con paramilitares. Y se lo dije. Lo tomó bien. “No hay que ocultar los estados de ánimo”, me respondió, sonriendo y listo para empezar a conversar.
Mi propósito en esta entrevista era ver qué había cambiado en Uribe. ¿Se estaría suavizando? Durante su primera campaña electoral y en sus primeros cuatro años de gobierno había dicho que no canjearía secuestrados por guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Y ahora, bajo intensa presión interna e internacional, estaba dispuesto a hacerlo.
“Siempre dije que lo primero que tenemos que hacer es una política muy rigurosa de seguridad, que la hemos cumplido”, me dijo. “Esa política no se opone al diálogo si hay buena fe y cese de hostilidades.”
En varias ocasiones Uribe ha dicho a la prensa que su padre, Alberto Uribe Sierra, murió el 14 de junio de 1983 al resistirse ante un aparente intento de secuestro de las FARC. Un jefe rebelde, Raúl Reyes, dijo hace poco, según un reporte de El Tiempo, que esa era una versión “falaz” y que ellos no tuvieron nada que ver con la muerte del padre de Uribe. Pero la pregunta era qué tanto pesaba esa muerte en las actuales negociaciones.
“Mi familia ha sufrido como el 50 por ciento de las familias colombianas”, reflexionó el presidente colombiano, bajando la voz. “Si tuviera esas reservas, no hubiese aspirado a la presidencia de la república…Yo soy combatiente pero no cultivo el odio. Es como la vaca en el pantano: mientras más patalea mas se atolla.” Seguí.
El nuevo presidente francés, Nicolás Sarkozy, dijo estar “obsesionado” por la liberación de la excandidata presidencial, Ingrid Betancour, quien también tiene la nacionalidad francesa. “¿Usted comparte esa misma obsesión?” interrogué. “Por todos los secuestrados”, respondió. “Usted no sabe lo que han sufrido todos los colombianos con el secuestro. Colombia tuvo 23 mil secuestros declarados en 10 años.”
“¿Pero va a despejar territorio colombiano (para negociar el canje de secuestrados por guerrilleros)?”, le pregunté. “No”, respondió, “eso nunca lo haremos en este gobierno.”
Ese es uno de los principales problemas de esta negociación; las FARC quieren una zona de despeje. Otra es que Uribe no hará nada por liberar a dos guerrilleros (“Sonia” y “Simón Trinidad”) que fueron extraditados a Estados Unidos. “Yo los extradité y que los dejen aquí hasta que cumplan su pena”, comentó Uribe sin titubear. “Nosotros no aceptamos (esa condición).” Uribe dejaba la suavidad.
“Desde el principio del primer gobierno nunca se ha negado el acuerdo humanitario”, continuó. “Lo que pasa es que se han puesto unas condiciones estrictas y jamás hemos renunciado al rescate a través de la policia, a través del ejército.”
“¿Usted confía en Hugo Chávez?” pregunté. “Yo apoyo esta tarea (de intermediación entre el gobierno y las FARC) que está haciendo (el presidente venezolano) y hago votos para que esta tarea fructifique.”
“Más allá de las elecciones ¿usted cree que en Venezuela hay una verdadera democracia?” insistí. “Mire”, me pidió, viéndome directamente a los ojos, “no ponga al presidente de Colombia de analista de otros países…entiendo tu curiosidad periodística…A lo largo de nuestros 5 años de gobierno hemos sido sumamente prudentes con todos los gobiernos del mundo y tengo que seguir siéndolo.”
Uribe traía más que secuestrados en la cabeza. Me dijo que los paramilitares “desaparecieron totalmente” de Colombia. “Si realmente hubieran desaparecido”, le comenté con incredulidad, “eso sería noticia en todos lados.” Comprendió mis dudas pero insistió: “Hoy no hay en Colombia grupos paramilitares atacando a la guerrilla”.
El presidente de Colombia estaba en Nueva York para hablar ante la ONU y para seguir empujando por un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos que no acaba de fructificar. Antes de aprobarlo, en el congreso norteamericano quieren ver un alto a las muertes de sindicalistas y periodistas, además de un verdadero avance en la lucha contra las drogas. “Sería muy grave para Estados Unidos no ratificar el tratado con Colombia”, sentenció Uribe. Pero ese no era el único obstáculo.
Estados Unidos, a través del Plan Colombia, ha dado unos 5 mil millones de dólares desde el 2000 para combatir el narcotráfico. Sin embargo, algunos calculan que Colombia aún exporta unas 600 toneladas de cocaína a Estados Unidos y Europa cada año. (Esta cifra le pareció realista a un asesor del gobierno colombiano a quien consulté.)
“Sigue llegando cocaína”, reconoció Uribe. “Pero en mucho menos cantidad…y se ha reducido la pureza. Y tienes que mirar que Colombia está decomisando el 50 por ciento de la producción de coca y que fumigamos 160 mil hectáreas al año.”
Y en ese momento, se cambiaron los papeles. Era Uribe el que preguntaba.
-“¿Usted ha ido a Colombia?”
-‘Hace mucho que no voy”, respondí. “Años.”
-“Vaya y después hablamos”, me dijo. “Hay dos Colombias: una, la que pintan las noticias y, otra, la que perciben los visitantes. Usted va hoy a Colombia y encuentra un país con alegría, un país que ha recuperado la confianza.”
Siempre he pensado que -ante los problemas de violencia, secuestros, pobreza, rebeldes, paramilitares, narcotraficantes y los millones de desplazados- el presidente de Colombia, el que sea, tiene el trabajo más difícil del mundo. Y se lo dije también.
-“Trabajos difíciles no hay cuando se hacen con amor”, respondió final, filosóficamente, y terminamos la entrevista.
Pero tras media hora, se había mermado la energía inicial con la que llegó Uribe a la entrevista. Preguntó a uno de sus asistentes qué seguía, se despidió de una docena de diplomáticos y periodistas, y se fue a buscar un acolchonado sofá francés. Se dejó caer, respaldó la cabeza, se pasó las manos debajo de los lentes y cerró los ojos.
De pronto, la gente empezó a cuchichear y se formó un pesado silencio. Pasaron varios minutos y salí del cuarto. Pero antes de cruzar la puerta, volteé. Y Uribe seguía ahí, inmóvil, sin ver.