Miami
Nunca había visto a esta ciudad -en la que he vivido por más de 10 años- armada, como ahora, hasta los dientes. El downtown o centro de Miami se ha convertido en una verdadera fortaleza. Los miles de manifestantes que se oponen al Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y a la globalización tienen un serio reto: que sea su mensaje -antiglobalizador, a favor de la gente y el medio ambiente- el que se destaque y no sus creativas e inusuales tácticas de protesta. Pero el verdadero problema de los manifestantes globalifóbicos es que se tienen que enfrentar, en la calle, a batallones de policías y no, en una mesa de negociación, a los ministros que tienen en sus manos el futuro económico del continente.
Si sólo uno de la treintena de ministros de comercio del continente americano (que se reunen en Miami para hablar del ALCA) le preguntara a uno de los líderes de las protestas por qué se opone a la globalización, quizás le respuesta más clara y directa sería: es por la pobreza, estúpido (parafraseando el ya famoso lema de la campaña que llevó a Bill Clinton a la presidencia en 1991: it’s the economy, stupid). Pero vamos por partes.
La globalización no es el diablo: me permite, en un día normal, manejar un auto japonés, coreano, alemán o británico; vestirme con ropa confeccionada en México, Italia o China; comer pescado de Alaska, carne de Argentina, pollo de Rusia o puerco de Brasil; tomar una cerveza dominicana, vodka noruego, tequila jaliciense, champaña francesa o vino blanco chileno; y viajar desde esta ciudad a Europa en una aerolinea de España, Irlanda, Holanda o Suiza. Y todas estas opciones son más baratas y eficientes que si esos mismos productos y servicios se generaran en Miami. Esto tiene sentido económico -es la ley de la oferta y la demanda- y, por lo tanto, tratar de parar la globalización a base de protestas es como intentar detener un tren con un grito.
Pero la contraparte es que cada una de nuestras decisiones de consumo genera, también, desempleo y tiene consecuencias negativas para trabajadores en otras partes del mundo. Es el ying y el yang del comercio mundial. La globalizacion es como un sube y baja. Mientras más autos se hagan en Tokio y Seúl menos trabajadores se necesitan para construir carros en Detroit, Michigan. Cada juguete y cada televisión que se ensambla en Pekín y Shangai le quita empleos a quienes hacen lo mismo en las maquiladoras de Tijuana y Mexicali. Las costureras que cortan tela y levantan dobladillos en Honduras y El Salvador hacen el trabajo que otras quisieran en Nueva York o en Ciudad del Cabo, Sudáfrica…unos ganan y otros pierden.
El malestar en la globalización -para utilizar el título del libro del premio nobel de economía, Joseph Stiglitz- surge por la percepción de que la internacionalización del comercio, la apertura de mercados y los cambios estructurales que hemos vivido durante dos décadas en América Latina, lejos de generar más riqueza, han creado más pobres. Las estadísticas son contundentes.
Del año 2000 al 2003 ha aumentado el número de pobres en latinoamerica, según un estudio de la Organización de Naciones Unidas (llamado Panorama Social de América Latina 2002-2003). En el año 2000 había 207 millones de pobres en la región; hoy hay 225 millones. (La CEPAL define pobre a aquella persona que tiene lo mínimo necesario para cubrir sus necesidades básicas.) Actualmente 43 de cada 100 latinoamericanos son pobres. La principal acusación de los manifestantes en Miami es que la globalización es una de las causas del evidente incremento de la pobreza rural en América Latina y de la constante migración de millones de latinoamericanos hacia Estados Unidos y Europa.
La globalizacion -hay que decirlo- no ha sido un juego limpio. Ha beneficiado enormemente a las corporaciones transnacionales y protegido a los trabajadores de los países más ricos. Un ejemplo. Desde 1978 Estados Unidos le ha dado más de 300 mil millones de dólares a sus agricultores en subsidios. Y gracias a una nueva ley firmada por el presidente George W. Bush en el 2002, el gobierno norteamericano entregará, cada año, cerca de 19 mil millones de dólares a unos 900 mil agricultores.
Es decir, en promedio, cada uno de estos agricultores estadounidenses recibirá anualmente un chequezote del gobierno por $ 21,111 dólares. Con esos subsidios es imposible que un campesino mexicano, dominicano o centroamericano que cosecha maíz, trigo, naranjas o caña de azucar pueda competir con las grandes compañías de Estados Unidos, dedicadas a la agricultura, que concentran la mayoría de esa injusta ayuda gubernamental.
No ganamos nada con pedir un alto a la globalización. Eso no va a ocurrir. La globalización es y será el modelo económico predominante en el mundo por décadas. Sin embargo, sí es preciso compensar sus desventajas y corregir sus abusos, como los multimillonarios subsidios a los agricultores norteamericanos y europeos.
La violencia y el caos amenazan a nuestras frágiles democracias latinoamericanas, simplemente, porque no le pueden ofrecer una vida digna a sus habitantes. Si el asunto de la pobreza no se resuelve a la par del proceso de globalización, América Latina corre el peligro de vivir otra década perdida.