Para Nicolás en su cumpleaños.
Miami.
Son unos jugadores maravillosos. Pocos en el mundo pudieran ganarles. Le pegan al balón como los mejores. Están perfectamente bien entrenados y alimentados. Juegan con los uniformes más modernos, arbitro vestido de negro y en canchas inmaculadamente verdes. Y son de Estados Unidos.
El único problema es que todos en el equipo tienen apenas 7 años de edad.
Los padres de familia que estamos viendo este partido de fútbol, un sábado por la mañana, sabemos que nuestros hijos juegan por divertirse. Sin embargo, lo que pocos saben es que Estados Unidos está preparando frente a nuestros ojos a los futuros campeones de un mundial de fútbol.
No exagero. Me ha tocado viajar por toda América Latina y por algunos países europeos y en ningún lado he visto un mejor sistema deportivo que el norteamericano para crear triunfadores.
Les cuento. Desde que los niños estadounidenses tienen 4 años de edad se les puede inscribir en ligas y torneos, muchas veces ligados a sus escuelas, en donde empiezan a competir y a dominar los secretos del juego.
Todo les queda grande. Es chistosísimo ver a estos mocositos vestidos con sus uniformes de material sintético ultra ligero, número en la espalda, medias hasta la rodilla con espinilleras de protección y zapatos idénticos a los que usan los jugadores profesionales, aunque varias tallas más pequeños.
Pero hay varias diferencias entre este grupo de minúsculos jugadores y los que he visto en otras partes del mundo. Por principio los equipos están formados por niños y niñas sin ninguna distinción. No es de extrañar, pues, que el equipo femenino de fútbol de Estados Unidos ya haya ganado una copa mundial.
Además, desayunaron muy bien, entrenaron dos o tres días durante la semana previa al partido, y tienen un extraordinario sistema de apoyo para que salgan adelante. Padre y madre, generalmente, están involucrados con el equipo. Unos son coach, otros les llevan bebidas y el resto aparece religiosamente cada semana a aplaudirles.
A pesar de los consejos olímpicos de sus padres y maestros de que lo importante no es ganar sino competir, estos niños tienen su propio mantra. “Ganar es lo único que importa”, los he escuchado decir, cuando creen que nadie los vigila. Y las caras largas cuando pierden son la mejor muestra de que, para bien o para mal, ya han internalizado el ideal tan norteamericano de ser winners y no losers.
Durante los últimos tres años este a sido mi ritual sabatino. Y, para serles franco, no hay nada que me llene más de orgullo que cuando veo a mi hijo anotar un gol. Pero más allá de la satisfacción personal, tengo que reconocer que estas ligas de futbol (que se multiplican por cientos en todo Estados Unidos) tarde o temprano crearán un equipo casi invencible. Es solo cuestión de tiempo.
El último ranking de la FIFA antes del mundial de Alemania situó a la selección de Estados Unidos en el cuarto lugar. Atrás quedaron los días cuando jugar contra el equipo norteamericano implicaba humillarlo y golearlo. Recuerdo que el fútbol era el único deporte en que los equipos de México, Argentina, Brasil, Paraguay, Ecuador o Costa Rica siempre se podían asegurar una victoria contra Estados Unidos. Ya no.
Les confieso que me pienso pasar el próximo mes viendo todos los 64 partidos de fútbol de la copa mundial sin tener ningún sentimiento de culpabilidad. Muchos de esos juegos, tanto en Alemania como frente a un televisor, los veré con mi hijo. Sin embargo, ambos buscaremos cosas distintas en el mundial.
El se la pasará identificando a sus jugadores favoritos –Beckham, Ronaldo, Ronaldhino, Zidane, Raúl…- y tratando de copiar los mágicos movimientos de sus pies,
mientras que para mí será uno de esos recreos mentales en los que por cuatro semanas
uno se puede olvidar (casi) del resto del mundo. (Y digo casi porque el 2 de julio se nos atraviesan las elecciones presidenciales en México.)
Mi hijo nació durante el mundial de Francia; fue un maravilloso domingo en que se jugaron tres partidos seguidos. Vino al mundo, le recuerdo, en medio del mundial y escuchando el grito de gol. Y dentro de unos días celebrará su cumpleaños número 8 oyendo muchos goooles más.
Cuando lo veo correr a él y a sus amigos de la escuela detrás de un balón es inevitable imaginarlos jugando en un mundial. Es, quizás, el deseo paternal más típico: que nuestros hijos puedan hacer lo que nosotros no pudimos.
Pero si no es así, me quedo tranquilo. Estoy viendo ahora mismo a los campeones del futuro y no parece haber nada que los pueda parar. Porque, estoy seguro, Estados Unidos ganará un mundial (algún día).