No hay grupo que aguante ser discriminado por todos, todo el tiempo, en todos lados. Ni en Francia ni aquí en Estados Unidos. Por eso es importante preguntarse si los disturbios que incendiaron partes de Francia hace poco –con un saldo de 7,000 autos quemados y 2,000 arrestos- pudieran ocurrir también en Estados Unidos.
Los protagonistas de las protestas en Francia fueron jóvenes franceses, hijos de inmigrantes, que no se sienten reconocidos como parte de la república francesa. Sí, la constitución dice que son franceses por haber nacido en Francia. Pero por el simple hecho de ser de origen africano o árabe no tienen las mismas oportunidades de trabajo; el desempleo en Francia es del 10 por ciento, pero en las cités o suburbios donde se realizaron los disturbios esas cifras suben al 50 por ciento. De igual manera, los ideales de la revolución francesa de libertad, igualdad y fraternidad no se disfrutan entre quienes viven en ghettos pobres y reprimidos constantemente por la policía.
Aquí en Estados Unidos son los afroamericanos quienes históricamente han liderado las protestas y movimientos civiles exigiendo el fin de la discriminación racial y un trato igualitario con otros estadounidenses. Pero, sin duda, el grupo más discriminado y maltratado actualmente en Estados Unidos es el de los inmigrantes, sobre todo aquellos que son indocumentados.
Los 11 millones de indocumentados en Estados Unidos viven, incluso, en peores circunstancias que los jóvenes que se rebelaron en los suburbios franceses: no son residentes legales, no tienen identificación oficial, habitan las zonas más pobres y descuidadas, no tienen seguro médico, no pueden ir a las universidades públicas, y son frecuentemente explotados por sus empleadores, abusados por la policía e ignorados por los políticos. Se dan, pues, todas las condiciones para que se rebelen.
Entonces ¿por qué no lo hacen? Aunque la frustración de los inmigrantes va en aumento en Estados Unidos, particularmente después de las medidas implementadas tras los actos terroristas del 11 de septiembre del 2001, el principal temor de un indocumentado es ser deportado. Una protesta pública, casi seguro, culminaría en su expulsión del país.
Además, el desempleo en Estados Unidos es del 5 por ciento (la mitad del que existe en Francia) y los inmigrantes, aunque mal pagados, suelen encontrar empleo realizando los trabajos que los norteamericanos no quieren. Los trabajos más difíciles y menos remunerados para la reconstrucción de la ciudad de Nueva Orleans están siendo realizados, en muchas ocasiones, por indocumentados. Y un reciente estudio del Immigration Policy Center concluye que la “inmigración (en Estados Unidos) tendrá un papel crítico para mantener la fuerza laboral necesaria para el crecimiento económico del país.” O sea, aquí se necesitan muchos inmigrantes.
Estos inmigrantes tienen una esperanza, aunque lejana, de que algún día podrán legalizar su situación migratoria y mejorar su nivel del vida. Siguen paso a paso las peleas en el congreso norteamericano respecto a una reforma migratoria. Hay días malos, como cuando se propone construir un muro de dos mil millas o quitarle la ciudadanía norteamericana a los hijos de padres indocumentados. Y hay otros menos malos, cuando predomina el sentido común, y alguien se da cuenta que es imposible deportar a millones que tienen familia, propiedades y pagan impuestos en Estados Unidos.
Por todo lo anterior, los inmigrantes en Estados Unidos prefieren aguantar en las sombras, con una esperancita guardada en el bolsillo, a rebelarse como lo hicieron en Francia.
Pero esta espera desespera. El año pasado, según un estudio del Pew Hispanic Center, entraron a Estados Unidos más inmigrantes indocumentados –488,000- que aquellos que lo hicieron de manera legal y permanente –452,000. Y esta burbuja migratoria pudiera explotar si no se encuentra pronto la manera de legalizar a los que ya están aquí y de regular la entrada de los millones que vienen detrás. Nadie hace nada: ni el presidente, ni el congreso. Las cosas tienden a empeorar. Y hay grupos como los Minuteman, que aprovechan el caos y el vacío de autoridad para imponer sus métodos basados en la fuerza y el miedo.
El precio de esta inacción en la frontera y en materia migratoria es la muerte. No exagero. El año pasado murieron 464 inmigrantes tratando de entrar ilegalmente a Estados Unidos; 43 por ciento más que el año anterior. Mientras más vigila la patrulla fronteriza norteamericana las zonas más transitadas, más riesgos toman los futuros inmigrantes al tratar de cruzar montañas, desiertos y ríos, y más gente muere en el intento.
Ante la terrible forma en que son tratados muchos inmigrantes indocumentados en Estados Unidos y las constantes muertes en la frontera con México, algunos podrían sugerir, inspirados en el miedo, que están dadas las condiciones para protestas masivas en varias ciudades del país, como las que ocurrieron en Francia. Pero lo sorprendente es que aquí no pasa nada. Nada.
Aunque muchos no lo quieran reconocer, todo parece indicar que los inmigrantes provenientes de América Latina han logrado integrarse de una forma más rápida y pacífica a Estados Unidos que los jóvenes franceses de padres extranjeros a Francia. Estudio tras estudio confirma que aquí los ciudadanos norteamericanos, hijos de inmigrantes latinoamericanos, tienen un más alto nivel de escolaridad, ganan más y, en general, viven mejor que sus padres. Basta un ejemplo: Mel Martínez, un inmigrante cubano, es hoy uno de los dos senadores hispanos en Washington. Francia no puede presumir de lo mismo a pesar de que su porcentaje de inmigrantes (10 %) es similar al de Estados Unidos.
Es decir, a pesar de los problemas, Estados Unidos ha tenido más éxito que Francia en su manejo de los inmigrantes y en abrir espacios a su diversidad étnica, racial y cultural. Imperfecta y lenta, pero la integración se ha dado.
Lo que podemos aprender de los disturbios en Francia es que los grupos más discriminados que no ven una salida legal a sus problemas tienden, tarde o temprano, a explotar. Esa situación límite aún no ha llegado a Estados Unidos. Estados Unidos (todavía) no es Francia. Y es ahora, solo ahora, cuando podemos evitar aquí un desenlace francés con una verdadera reforma al sistema migratorio. Sino, basta con prender la televisión para ver lo que nos puede pasar.