Washington, D.C.
“Como a las cuatro de la mañana tocaron la puerta muy fuerte”, me dijo Walter. Creía que se le había hecho tarde para ir al trabajo y que alguno de sus compañeros lo estaba despertando. Pero no era así. “Era inmigración; eran los policías.”
Conocí a Walter en un centro de detención para indocumentados en Virginia. Acababa de amanecer. Pasó la peor noche de su vida. Todavía le temblaban las manos y la voz. No le dio tiempo de rasurarse ni de lavarse los dientes. Su aliento olía a miedo.
Walter se vino de Bolivia a Estados Unidos para salvar una vida. Su esposa, me dijo, sufre de lupus.
“Rompí la ley”, reconoció en una entrevista en su celda. “Pero es por una vida. Yo estoy aquí para salvar una vida. No estoy por otra cosa.” Su deportación, me aseguró sería como “condenar a muerte” a su esposa. No tendría suficiente dinero para medicinas ni tratamientos.
Allá en la Bolivia de Evo Morales, me dijo, la medicina no está tan avanzada. Su único chance para que ella sobreviviera era venirse a Estados Unidos. Y eso hicieron.
Walter estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Los agentes del servicio de inmigracion (ICE) iban en busca de otra persona. Pero cuando se encontraron a Walter le preguntaron sobre su estatus migratorio y él les mostró su pasaporte.
Un poco después era arrestado y llevado en una camioneta al centro de detención, donde se iniciaría su proceso de deportación. Su esposa aparentemente no estaba en la casa donde él fue arrestado.
En esas primeras horas después de su detención, Walter esperaba que lo dejaran quedarse en Estados Unidos por razones humanitarias. Después de todo, había una vida
–la de su esposa- de por medio.
“Las redadas deberían estar más dirigidas a las personas que hacen daño a este país”, me dijo, entre resignado y molesto. “Lo único que hacemos es venir a trabajar.”
De hecho, las redadas de ICE van dirigidas, primero, a gente que amenaza la seguridad nacional de Estados Unidos, segundo, a criminales, y tercero, a indocumentados. El año pasado se deportaron a más de 220,000 personas, según reportó el diario The New York Times, 37,000 más que el año anterior.
Las redadas van en aumento, al igual que los arrestos y las deportaciones. Está muy claro que el gobierno del presidente Bush está bajo fuerte presión para demostrar que controla las fronteras y que aplica las leyes migratorias. Pero la realidad es que las redadas no sirven.
Por cada persona deportada, entran dos o tres ilegalmente. Las matemáticas migratorias no funcionan. Ademas “no es realista”, según las palabras del propio Bush, “realizar deportaciones masivas de los (indocumentados) que están aquí.” Pero cada vez hay más redadas.
Miedo es lo que se respira entre los inmigrantes indocumentados que viven en Estados Unidos. Donde quiera que he viajado últimamente –Washington, Nueva York, Miami, Los Angeles- la queja es la misma: temor –horror- a las deportaciones.
Este tipo de redadas contra personas cuyo único pecado es haber entrado ilegalmente para trabajar, no hacen de Estados Unidos un país más seguro. Esos recursos bien podrían utilizarse para perseguir a verdaderos terroristas y no a gente como Walter.
Lo más simplista sería echarle la culpa a los agentes de ICE o a sus jefes. Pero la realidad es mucho más compleja. Mientras el congreso de Estados Unidos no cambie las actuales leyes migratorias, no podemos esperar una reducción de las redadas.
Y más redadas significan más familias separadas. Y como no hay voluntad política en el congreso para legalizar a los 12 millones de indocumentados, el futuro a corto plazo en este país de inmigrantes estará marcado por más deportaciones y más familias separadas.
No quiero sonar cursi o demasiado dramático, pero todos los días hay miles de niños que no saben si sus padres van a regresar a la casa por la noche. Y todo porque Estados Unidos está persiguiendo a los más débiles y vulnerables dentro de su sociedad.
¿Y Walter? Fue deportado a Bolivia.