“Nos vemos pronto”, le dije como despedida al corresponsal de guerra de una agencia internacional de noticias en el lobby del hotel Safir en la ciudad de Kuwait. “Quizás en Cuba.” Asintió con una risa y corrió hacia el taxi que lo llevaría al aeropuerto. Es un divertido e inútil ejercicio periodístico el tratar de pronosticar donde será la próxima gran noticia.
Con el fin del conflicto bélico en Irak hay quienes creen que la guerra permanente de George W. Bush se enfocará en Irán, Corea del Norte o incluso Siria. No me extrañarían ataques relámpago con fuerzas especiales o bombardeos desde submarinos a sitios estratégicos en esos países. Pero yo creo que la siguiente gran noticia será Cuba.
Solo el fin de la dictadura de Fidel Castro tendría un atractivo similar, periodísticamente hablando, a lo que vimos en Irak. Más allá de que se trata de dos tiranías y de dos brutales dictadores, los regímenes de Saddam y Fidel tienen mucho en común.
La principal característica de cualquier dictadura es el miedo. Y como no existe un miedometro que nos ayude a medir qué tanto temen los ciudadanos de un país al tirano en turno hay que recurrir al viejo arte de reportar lo que vemos. En Irak y en Cuba he visto el miedo de la gente en sus ojos. Es, en realidad, el terror a contestar cualquier cosa cuando les preguntaba sobre Saddam o Fidel. Su cuerpo se tensa, los párpados dejan de moverse, se rompe el contacto visual y la mirada se pierde en el vacío.
Estuve en el sur de Irak cuando la guerra todavía no se definía. Los fedayines o grupos paramilitares de Saddam Hussein aún aterrorizaban a los iraquíes durante las noches; no fueron pocos los casos en que ejecutaron o le cortaron la lengua a cualquier persona que hubiera sido escuchada hablando mal de Saddam. Por eso cada vez que le preguntaba a un iraquí sobre Saddam sus ojos bailaban al ritmo con horror. Una palabra equivocada podía costarle la vida a él y a su familia. Nadie, durante la primera semana de la guerra, me habló mal de Saddam dentro de Irak. Nadie. Ni los niños.
Ese mismo miedo a hablar lo sentí en Cuba durante la visita del papa Juan Pablo Segundo en 1998. Tuve las conversaciones más sensacionales del mundo con los cubanos pero en el momento de preguntarles sobre Fidel, dejaban de hablar y sus ojos se inyectaban de rojo, rojo miedo. De nuevo, una palabra equivocada a un periodista extranjero o un gesto sospechoso detectado por el cuerpo represivo de Fidel podría costarles años de prisión. No los culpo: seguramente yo también me hubiera quedado callado. En una dictadura como la de Saddam o la de Fidel lo más importante es sobrevivir. Y para ellos sobrevivir significa, en la práctica, no hablar.
Mohamed Al Sahef -mejor conocido por los periodistas en Bagdad como “el ministro de desinformación” de Saddam Hussein- me recuerda tanto al canciller cubano Felipe Pérez Roque y a Ricardo Alarcón, el presidente de la Asamblea del Poder Popular en Cuba. Incluso cuando las tropas norteamericanas estaban ya ocupando los palacios de Saddam en Bagdad, Al Sahef lo negaba. Lo mismo le pasa a Pérez Roque, a Alarcón y a montones de funcionarios fidelistas. Nunca reconocen lo obvio: que Cuba es una dictadura, que su trabajo es defender a un asesino y que cuando caiga Fidel desaparecerán del mapa tan rápido como el mismo Al Sahef. Su vida depende de la de Fidel.
Son preciosas -por ingenuas y mentirosas- las declaraciones de estos fidelistas cuando dicen que “Cuba sí es una verdadera democracia”. Eso no se los cree ni su mamá.
¿Cómo puede ser una democracia un sistema unipartidista en el que Fidel ha sido el único candidato a su puesto por los últimos 43 años? Pero lo peor del régimen cubano no es eso; lo peor es que matan para mantenerse el poder. Literalmente.
La ejecución de tres personas -cuyo crimen fue tratar de secuestrar una lancha para huir de Cuba- y la absurda condena de 1500 años de cárcel a 75 disidentes y periodistas independientes es la muestra más reciente de la brutalidad y de la represión de la dictadura castrista. Si yo fuera un periodista cubano y viviera en Cuba, esto mismo que estoy haciendo -disentir, criticar y denunciar los abusos de Castro y de su régimen- me costaría la vida o decenas de años de cárcel. Muchos cubanos han experimentado eso en carne propia.
Por una extraña razón, la indignación que causaron los miles de asesinatos de Saddam Hussein -contra kurdos, chiítas y demás opositores- no es la misma que escucho cuando nos enteramos de los crímenes de Castro. Castro, como Saddam, también es responsable de miles de muertos -presos políticos, balseros, periodistas independientes,
disidentes, escritores…- pero muchos líderes latinoamericanos no tienen ningún problema en reunirse con él haciendo suponer que se trata de un gobernante legítimo. No lo es. Está en el poder por la fuerza. Punto. ¿Con que cara -por ejemplo- se puede exigir democracia en México, Venezuela, Brasil y Argentina y no pedir lo mismo para Cuba?
Sí, puede ser que la próxima gran noticia sea la caída de Castro. No, no espero ni defiendo una invasión estadounidense a la isla. Una intervención militar norteamericana en Cuba sería tan mal vista en América Latina como lo es la actual presencia de Estados Unidos en Irak para la mayoría de los gobiernos en el mundo árabe.
El cambio en Cuba tiene que originarse desde dentro. Así como vi a los iraquíes perderle el miedo a Saddam el miércoles 9 de abril del 2003 para luego tirar su estatua en el centro de Bagdad, así espero poder ver cuando los cubanos le pierdan el miedo a Fidel y a sus matones y salgan a las calles a ponerle el punto final a su dictadura.
Y ahí, en el lobby del hotel Nacional o en el Habana Libre, nos preguntaremos los periodistas: después de Irak y Cuba ¿qué sigue?