Ciudad de México
México me alegraba. Y tenía, claro, ganas de celebrar. Pero había un problemita: no me habían invitado a ninguna de las ceremonias oficiales tras la toma de posesión de Vicente Fox como el primer presidente de oposición en México desde 1911.
¿Entonces?
No quería cometer el mismo error del pasado dos de julio cuando, por cansancio, dejé de ir al monumento del Angel de la Independencia en Reforma para celebrar el fin del PRI en la presidencia y la llegada de la democracia. Así que hice lo mismo que hicieron decenas de miles de mexicanos sin invitación formal a las pachangas; me fuí al zócalo, la noche del primero de diciembre, a la fiesta popular.
Hacía un frío que calaba los huesos pero me eché una carrerita y dejé de temblar. La gente se apuraba hacia la enorme plaza con niños en los brazos y jalando de la mano a los abuelitos. “Apúrense, apúrense que Fox ya está hablando”, le escuché a un padre que lideraba al batallón familiar uniformado con chamarras, cachuchas, chales y churros.
Me acerqué lo más que pude al Palacio Nacional. Fox, con la banda presidencial cruzándole el pecho, se estaba echando un discurso muy sabroso desde el balcón central. No pude caminar más. Me atoré. Quedé rodeado. Inmovilizado. Era sólo otro puntito de la multitud. Tocaba y me tocaban. Todo.
El momento me recordaba la escena de esa película en que Evita Perón le hablaba, también desde el balcón presidencial, a los descamisados argentinos reunidos en Buenos Aires. Pero el ruido de las bocinas que colgaban de dos gigantescas grúas rápidamente me regresaron a mi país.
“Viva México” gritó Fox y lo seguimos hasta descogotarnos. ¡¡¡Viva México!!! Sentí un calorcito de dolor en la garganta.
Luego Mijares empezó a cantar el himno nacional y fuímos su coro: “Mexicanos al grito de gueeeeerra…” Hacía 17 años, desde que me fuí de México, que no cantaba el himno. Se me puso la piel de gallina y se me agüaron los ojos. Me sorprendí sinceramente emocionado.
“No me voy a morir con el PRI en la presidencia como tantos mexicanos”, pensé. “Ya era hora que se acabara ésta ching…..” Y me volví a descubrir sonriendo.
Para los mexicanos las elecciones del dos de julio y la toma de posesión de Fox el primero de diciembre del 2000 se convirtieron en fechas tan importantes como la caída del muro de Berlín para los alemanes, o como la derrota de Pinochet en el plebiscito para los chilenos, o como la huída del cobarde dictadorcillo Fujimori para los peruanos, o como la desintegración del sistema comunista para los rusos, o como lo será el fin del régimen de Fidel Castro para los cubanos.
No es casualidad que Fox haya mencionado a Francisco I. Madero en su discurso inaugural como presidente. Fueron las ideas democratizadoras de Madero las que acabaron con la dictadura de Porfirio Díaz en 1911. Ahora, casi 90 años después del fin del porfiriato, se necesitó de otra revolución –ésta pacífica y con el apoyo de 16 millones de votos por la oposición- para terminar con el corrupto y autoritario sistema impuesto por el PRI. Ojalá que México nunca más vuelva a dar una vuelta en U en la historia.
No hay nada más peligroso para un periodista que poner las manos al fuego por un político. Quien lo hace generalmente acaba chamuscado. Así que no lo voy a hacer ni por Fox ni por nadie.
Sin embargo, por el momento, hay varias señales que apuntan a la esperanza. Por principio Fox es un demócrata y eso lo diferencia de casi todos los otros 17 presidentes mexicanos que han gobernado desde que se estableció la Constitución de 1917. Fox ha prometido hablar con “franqueza y honestidad” y, si cumple, eso lo haría distinto a los 12 presidentes priístas que tuvo México desde 1929.
Hay, también, otras señales de cambio. Algunas son insignificantes pero marcan ya un estilo muy personal de gobernar: se vistió con jeans, botas y sin corbata el día más importante de su vida, desayunó atole y tamales con los niños de la calle y no salmón y mimosas con los 17 mandatarios que lo visitaban, rompió el acartonado protocolo oficial en cuanta oportunidad tuvo, enfureció a los priístas más dogmaticos y retrógradas al incluir “a los pobres y marginados” en su toma de protesta como presidente, habló de paz y no de guerra en Chiapas, en su discurso inaugural saludó primero a sus cuatro hijos (“Hola Ana Cristina, hola Paulina…”) que al honorable Congreso de la Unión, despotricó contra los “grandes corruptos” y los pusó en guardia, hizo que 56 por ciento de los encuestados por Televisa creyeran que el próximo año les iba a ir mejor que éste, su caravana de autos se paró en cada semáforo en rojo respetando las leyes, y se subió a un carro abierto, dando la cara y sin esconderse, apostándo a que nadie quiere matar a un presidente que está en contacto con la gente. El contraste de Fox con Zedillo y Salinas de Gortari, para mencionar sólo a dos expresidentes, es abismal.
Como periodista habrá que hacerle las preguntas incómodas a Fox igual que a cualquier otro presidente. Bien lo decía Inkram Antaki en su último libro; los periodistas tenemos la obligación moral de ser el contrapoder. Y a veces el antipoder. No nos queda de otra.
Pero como mexicano, ahí, parado con otras decenas de miles de mis compatriotas en el zócalo, sólo alcanzaba a murmurar: “No nos falles Fox, no nos falles. Porque si nos fallas te vamos a odiar con odio jarocho. No, con odio guanajuatense. No, con odio a secas”.
Mientras, ese primero de diciembre Fox tenía a su favor el beneficio de la duda…