Cada cuatro años, invariablemente, el mundo se divide entre los que aman y los que odian el futbol. Formo parte del primer grupo. Y estoy bien acompañado. Durante todos estos días, y hasta que termine el campeonato mundial de futbol en Corea y Japón el 30 de junio, el futbol será el centro de mi vida….si me dejan.
Vivo en un país -Estados Unidos- donde todavía hay que decir soccer después de la palabra futbol para evitar las confusiones y me temo que aquí el mundial va a agarrar de noche a la mayoría de los norteamericanos. Literalmente. No percibo mucho interés en los partidos que tendrán que verse casi de madrugada. En cambio, entre los 40 millones de hispanos en Estados Unidos y los más de 400 millones de latinoamericanos, el mundial es fiebre. Seré parte de un submundo de zombis con ojeras moradas y retinas rojas a reventar…pero, eso sí, muy felices de ver tanto gol.
Quienes crecimos jugando, pensando, soñando y respirando futbol, no tenemos opción: estaremos pegados a la pantalla de televisión. Esto lo sufrirá por igual el hombre de negocios, argentino y sesentón, que me encontré el otro día en la sección de primera clase del avión -seguidor del Velez- que el joven albañil de la ciudad de México que casi siempre juega una “cascarita” en su hora de comida y que, sudado desde la frente hasta la panza, me dijo sin avergonzarse: “el futbol es vida”.
Cuando era niño medía a las personas dependiendo de su talento para jugar al balompié. El goleador mexicano Enrique Borja y don Pelé -¿de qué otra manera se le puede llamar al rey?- estaban hasta arriba de mi lista. El resto del mundo descansaba a sus pies. Esa futbosofía de la vida se ha modificado un poquito. Pero, para mí, el futbol sigue siendo básico para mantener un nivel mínimo de salud mental.
A los 44 años juego futbol, religiosamente, cada sábado por la mañana: arriesgo las rodillas y los tobillos a cambio de liberarme del estrés y de recuperar, en 90 minutos, mi infancia de calle y balón. Y me emociona ver a mi hijo Nicolás, de casi cuatro años, meter goles en la portería imaginaria de una pared. Por algo, supongo, Nicolás nació en la mera mitad del mundial de Francia. El éxito -sugiere mi futbosofía- no está en ser el mejor en una sola cosa sino en tener balance en la vida. Es decir, hay que tener una buena mezcla de amor, trabajo y juego para no reventarse de una úlcera gástrica, un ataque cardíaco o, pero aún, de infelicidad crónica. Y el futbol ayuda.
El futbol tiene efectos terapeuticos. Un grito desgarrador de gooooool y una patada virulenta a la pelota pueden suprimir, en muchos casos, los deseos irrefrenables de envenenar al ruidoso perro del vecino y reprimen las ganas de escribirle un e-mail a toda la oficina sobre el (atrasado) día de la inmamable madre del jefe, socio o compañero de escritorio. Se los recomiendo: párese un día frente al espejo y grite goooool a todo pulmón. Si no se rompe las cuerdas vocales, existen altas probabilidades que su día transcurra con un recién ganado sentido de liberación. Así no hay necesidad de conspirar contra perritos ni de perder el trabajo.
Ahora bien, esta futbosofía existencial puede tener sus riesgos. Particularmente si nos enfrentamos a algún(a) futbofóbico(a). Es fácil identificarlos: no saben cuántos jugadores hay por equipo, ven con sospecha a los que se llevan una televisión portátil a la oficina (y al baño), creen que Maradona es una medicina para la acidez estomacal, se rehusan a creer que el futbol es el deporte más popular del planeta, se asombran al enterarse que Juan X vendió su carro y empeñó los aretes de oro de la abuela de su mujer para irse al mundial y ver a México jugar contra Croacia, y no entenderían jamás a un indocumentados uruguayo que me comentó que se irá a Corea para apoyar a su selección aunque, después, tenga problemas para regresar a Estados Unidos.
Las filas de la futbofobia son engrosadas por viudas del futbol, amantes despechados de ambos sexos (por supuesto), norteamericanos nacionalistas seguidores de Pat Buchanan y despistados preocupados por el calentamiento de la tierra y la mortalidad del congrejo. Sus preguntas de guerra favoritas son: “¿Pero otra vez te vas a poner a ver el futbol?” “¿Acaso no viste ya tres partidos?” “¿Por qué estás abrazando el control remoto de la televisión?” Y la mundialmente famosa: “¿Hasta cuando te piensas levantar del sillón?”
La esposa de un buen amigo, periodista deportivo, se quejaba amargamente de su marido por trabajar todos los días en asuntos relacionados al futbol, por ver por televisión partidos de futbol al llegar a la casa y, luego, por jugar futbol los fines de semana. Para acabarla de amolar, mi amigo me acompañará a cubrir el mundial en Corea; no le doy muchas horas de vida a ese matrimonio. Ni modo.
Quien no entiende que el mundo se detiene – se pone on hold- durante el mundial de futbol es que, simplemente, no ha vivido.