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HACE TRES AÑOS EN IRAK…

No era lo que había esperado. Hace tres años en Irak vi entrar a las tropas norteamericanas a la población fronteriza de Safwan. Y lo que vi -ahora entiendo- era un aviso de la tragedia que estaba por venir.

El ejército de Estados Unidos no estaba siendo recibido con flores ni con música por los iraquíes. Por el contrario, los hombres en las calles y las mujeres detrás de las puertas de sus casas actuaban como si no vieran el ruidoso paso de los tanques y vehículos militares de los estadounidenses. Los trataban como si no existieran.

Los días del dictador Saddam Hussein estaban contados pero no había alegría en sus caras. Nadie -pensé en ese entonces- se alegra de que le invadan su casa. Pero esa dureza y resistencia inicial era un presagio.

Otra observación. Me llamaba la atención que no hubiera soldados iraquíes o guardias disparando contra el avance de las tropas estadounidenses, hasta que mi traductor me indicó que me fijara en los pies de los iraquíes. “Si llevan botas o zapatos son miembros del ejército de Saddam Hussein” me dijo. “El resto lleva sandalias o van descalzos.” Me pasé una buena parte del día que entré a Irak viendo al piso.

Cierto o no, todo parecía indicar que los fedayines iraquíes habían dejado a un lado sus uniformes militares y se habían mezclado con la población civil. Esa resistencia inicial a la invasión norteamericana que noté hace tres años, aunada a la multiplicación de grupos insurgentes y terroristas, ha hecho de Irak un callejón sin salida para Estados Unidos y para su presidente.

La posibilidad de una guerra civil en Irak, que enfrentaría a chiítas con sunitas, es mas real que nunca. Los grupos terroristas, incluyendo Al Kaeda, han usado la ocupación norteamericana de Irak para justificar sus ataques contra Estados Unidos y sus aliados. Las tareas mas rutinarias -caminar por las calles de Bagdad, ir a la tienda a comprar comida, visitar a amigos, comer en un restaurante- se han convertido en actos casi suicidas.

Lo único normal en Irak es una muerte violenta, igual para norteamericanos que para iraquíes. Más de 2,000 soldados norteamericanos han muerto y el número de civiles iraquíes sobrepasa los 30,000, aunque nadie sabe realmente cuantos han perecido.

La aventura iraquí ha sido brutal con la popularidad del presidente George W. Bush. La última encuesta del diario USA Today y CNN indica que solo un 36 por ciento de los norteamericanos apoya la labor de Bush.

Hay que hacer un esfuerzo para recordar que después de los actos terroristas del 11 de septiembre del 2001 Bush era uno de los mandatarios más apoyados del mundo. ¿Quién no podía sentir simpatía por el líder de un país que había perdido a casi 3,000 de sus ciudadanos en un cobarde ataque terrorista?

Pero con la guerra en Irak, Bush ha perdido su principal fuerza como líder: su credibilidad. Más de la mitad de los estadounidenses (51%) cree que Bush mintió sobre las verdaderas razones de la guerra en Irak. Muchos norteamericanos no acaban de entender el imperdonable error de Bush de iniciar una guerra cuando no tenía en las manos una evidencia irrefutable de que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y que pretendía compartirla con terroristas.

Además, las torturas y los abusos cometidos por soldados norteamericanos en las prisiones de Abu Ghraib y en la base naval de Guantánamo en Cuba le han arrancado de un tajo a Estados Unidos su legitimidad como crítico de los derechos humanos en otras partes del mundo. ¿Con que cara puede Estados Unidos, por ejemplo, criticar lo que pasa en Venezuela, Nigeria o Burma luego de los videos de torturas en Abu Ghraib?

No hay duda que Saddam era un tirano despreciable. Pero él no ordenó los ataques del 9/11. Quien los ordenó se llama Osama bin Laden y ese sigue fugitivo. Es difícil entender hoy, tres años después del inicio de la guerra, por qué los miles de millones de dólares que se han gastado en Irak no se destinaron para encontrar a Osama.

Hoy entiendo mucho mejor al padre del actual presidente norteamericano. Tras el fin de la primera guerra del golfo pérsico en 1991, esperaba junto con otros periodistas en un hotel de Kuwait la orden del entonces presidente, George Bush (padre), de invadir Irak.

Las tropas iraquíes estaban huyendo de Kuwait –luego de una ocupación de 6 meses- y todo parecía indicar que Bagdad estaba a la vuelta de las esquina para las tropas norteamericanas. Podrían haber llegado ahí en dos o tres días.

Pero la orden nunca llegó. Me acuerdo perfectamente de nuestro desconcierto. ¿Por qué Bush (padre) no quiso invadir Irak cuando tenía a Saddam de rodillas? nos preguntábamos.

La respuesta hoy es muy clara. Porque quien invadiera Irak se iba a quedar con la misión imposible de gobernar un rompecabezas étnico y una pesadilla militar. Bush hijo, está claro, no siguió la lecciones de la historia que protagonizó su padre.

Lo verdaderamente grave de la guerra en Irak es, no como se metió Estados Unidos sin justificación verificable ni tropas suficientes, sino que lo hizo sin un plan concreto, medible y con fechas para salirse de ahí.

El panorama no es nada alentador. Me temo que dentro de tres años más, tras el fin de la presidencia de Bush, estaremos escribiendo exactamente de las mismas cosas. Nos leemos en el 2009.

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