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HARTO DE VOLAR

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La primera vez que me subí a un avión tenía doce o trece años. Fue un vuelo lleno de turbulencia. Mi papá se puso pálido, pero yo iba feliz. Recuerdo haberle dicho: “papá, ésto es como subirse a una montaña rusa”. Estaba tan emocionado que me pasé todo el viaje –de la ciudad de México a Guadalajara- pegado a la ventana del avión. Tan emocionado y tan pegado a la ventana que al aterrizar me di un fuerte golpe en la barbilla. Nada me importó. Por fín me había subido a un avión.

Hoy, 30 años después, ya pasé con creces el millón de kilometros de vuelo y he tenido la oportunidad de echarle un ojo a unos 50 países. En mi oficina tengo un mapa donde voy marcando todos los lugares a donde he caído. El periodismo, no hay duda, ha sido mi pasaporte al mundo.

Me encanta llegar a lugares nuevos. Pero me he cansado de volar y de esperar en las salas de aeropuerto. En el último mes he viajado a Los Angeles, la ciudad de México, Filadelfia, Carolina del Norte, Puerto Rico y la península de Yucatán. Y el próximo mes tengo que ir a Nueva York, Chicago, Houston y dar otro brinco más a California. El problema, insisto, no es llegar. El problema es volar y esperar.

En éstas tres décadas de vuelos he pasado mi buena cantidad de sustos: casi me estrello en un avión militar en el Golfo Pérsico cuando falló uno de los motores; hace poco la avioneta en que cruzaba Venezuela empezó a sacar humo y el piloto –para nuestro asombro- se rehusó durante media hora a solicitar un aterrizaje de emergencia; y en un viaje de el Cairo a Tel Aviv el aire acondicionado era un hoyito en el fuselaje de la aeronave. Pero, curiosamente, lo que más me molesta no son los peligros inherentes del volar sino las incomodidades y faltas de respeto a los pasajeros por parte de las líneas aereas.

Volar ya no es lo que era antes. Me parece que el servicio empezó a deteriorarse cuando el transporte aereo dejó de ser un lujo para convertirse en una forma de vida. Hoy en día dependemos de los aviones, tanto para nuestra vida personal como para nuestro trabajo. Y las aerolíneas se han aprovechado de ésto para exprimirnos lo más posible.

Analicemos, pues, tres cosas que están fallando en los aviones: la comida, el espacio entre los asientos y las demoras.

-La comida en los aviones siempre ha tenido mala fama. Y no espero ni langosta ni caviar, pero la época en que uno podía escoger carne, pescado o pollo ha quedado atrás. La última moda es poner unas bolsitas a la entrada del avión para que las asistentes de vuelo ni siquiera se molesten en servir. Y no me extrañaría que el contenido nutritivo de esas bolsitas sea similar al de una caja de cartón.

-Los asientos de los aviones parecen estar hechos para niños. Es prácticamente imposible sentarse en un avión con comodidad. Las rodillas rozan con el asiento de adelante y no quiero ni contarles cuantas cabelleras he analizado a conciencia en mis vuelos. ¡Y pobre de aquel que le toque un asiento que no se reclina! Si yo apenas quepo, imagínense lo que pasa mi compañero camarógrafo, Angel Matos, que mide más de dos metros (o seis pies) de altura y tiene facha de gigantón.

-Lo peor de todo, sin embargo, son las demoras. En el pasado mes de julio hubo 44 mil vuelos retrasados en los Estados Unidos. ¡44 mil! ¡Cuántas horas perdidas! ¡Cuánto tiempo desperdiciado en salas de espera! Entiendo cuando las demoras tienen que ver con un problema técnico o con el mal tiempo.

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