En memoria a los periodistas muertos en Afganistán: Johanne Sutton, Pierre Billaud, Volker Handloik, Harry Burton, Maria Grazia Cutuli, Julio Fuentes, Aziz Haidari y Ulf Stromberg.
Jalalabad, Afganistán. Más periodistas han muerto en la guerra de Afganistán que soldados norteamericanos o británicos. Ocho, hasta el momento.
Sé exactamente cómo murió cada uno de ellos; traía conmigo los recortes de los periódicos informando de sus muertes. Era, para mí, un terrible recordatorio: de nada sirve un reportero muerto.
Lo más importante para cualquier periodista en una zona de guerra es sobrevivir. Pero estamos en franca desventaja. Aquí en Afganistán todos parecen estar armados (talibanes, soldados de la Alianza del Norte, marines norteamericanos…), menos nosotros. Ninguna noticia es tan importante que justifique la muerte de un periodista. Ninguna. Aunque a veces tomamos el riesgo porque nos toca ser los ojos y los oídos de los que no están ahí.
Lo curioso es que los mismos periodistas que se jugaban el pellejo durante el día cubriendo los combates en las montañas de Tora Bora, buscaban en la noche la ilusoria protección de estar en grupo en el hotel Spinghar de Jalalabad. En las cenas de cuatro dólares -arrozo blanco con pasas y coliflor junto a raquíticas piernas de pollo frito en aceite negro de tanto uso, pan nan y pepsis- escuché las más fascinantes historias del periodismo a principios de siglo: “Me dispararon los talibanes y tuve que esconderme bajo un tanque…” “Al llegar a Kabul fuimos rodeados por corruptos guerrilleros ansiosos de unos cuantos dólares…” “Mi cuarto de hotel, recién bombardeado, estaba muy bien; excepto que no tenía techo…” Son verdaderas aventuras en las que, si algo salía mal, no llegabas a la cena para contarlo. Y ocho periodistas no llegaron a cenar.
El hotel Spinghar bien podría confundirse con un maltratado hospital siquiátrico de la época soviética. Dos pisos, paredes manchadas de humedad, pasillos largos, fríos y oscuros. Pero en medio de la guerra era difícil encontrar otro rinconcito mejor protegido de las balas. A mí me tocó quedarme en el cuarto que ocupaban los corresponsales del Miami Herald y de la cadena de periódicos del Knight-Ridder. “Ahí te dejamos a Osama”, me dijeron muertos de la risa. “Osama” era un ratón que jodía y hacía ruido toda la noche.
Toooda. Y el maldito “Osama” mordisqueo durante mi primera noche un riquísimo chocolate que llevaba en caso de emergencia y lo tuve que tirar.
Mi cuarto (30 dólares la noche) tenía el olor de muchas batallas campales. Varios periodistas antes que yo se habían enroscado en el mismo colchón agujereado y tapado con las mismas sábanas grises sin que nadie, en más de dos meses, las limpiara. El baño, compartido, nunca tuvo agua y las costras de mugre, mocos y excremento sugerían otro tipo de guerra. Eso me obligó a aprender una legendaria técnica afgana que requiere de mucho balance y puntería. Y sobra decir que pasé varios días sin bañarme. Pero en medio del conflicto bélico agradecí, aunque no lo crean, mi aborto de cuarto de hotel.
En el mismo cuarto dormía Naim, mi guía y traductor. Naim es un fixer pakistaní. (Fixer viene del inglés fix, es decir, el que lo arregla todo.)
Por 200 y hasta 300 dólares diarios estos fixers conseguían transportación a la zona de guerra (por 100 dólares), contrataban guardaespaldas o guerrilleros armados (20 dólares por cabeza), traducían del pashto al inglés, compraban comida (nada cuesta más de un dólar) y se aseguraban que tus crónicas lleguaran a donde tenía que llegar. Y a veces, también, estos fixers te salvaban la vida. Esto último no tiene precio.
“No vaya para allá, mister George”, me advertía Naim con mucha calma.
“Minas.” Me llamaba George porque Jorge en pashto significa “hermana menor” y no pude convencer a Naim de llamarme así. Y lo de mister era, supongo, porque yo era el que pagaba. Naim ganaba en un día lo mismo que una familia pobre pakistaní en cinco meses. Son los precios infladísimos por la guerra. Pero no
me arrepiento ni por un centavo. Lo importante era estar sano y salvo.
Me recomendaron a Naim luego que le salvó la vida a un periodista de la televisión norteamericana. Al reportero, por ser negro, lo habían confundido con un miembro de la organización terrorista Al-Qaeda de Sudán o Yemen y estuvo a punto de ser masacrado por soldados de la Alianza del Este y enojados afganos. Naim rescató con mucho valor al periodista de CNN de la turba enfurecida lista para apedrearlo. Para mí Naim también fue un gran compañero en la guerra. El problema es que sus ronquidos -aunados a los chillidos del ratón “Osama” y los vuelos de los B-52 norteamericanos- nunca me dejaron dormir más de tres horas seguidas.
En la guerra los periodistas hacen alianzas y amistades que serían impensables en tiempos de paz y de ratings. Comparten pasta de dientes y papel del baño, se recetan medicinas para la tos y la diarrea, se regalan dulces, intercambian información y entrevistas, y mantienen un ferreo código de silencio: los affairs, imprudencias y abusos de drogas y alcohol son siempre un secreto profesional. Pero, sin duda, los corresponsales más apreciados eran los que te prestaban el teléfono satelital (a seis dólares el minuto) para hablar a tu casa cada noche y avisar que todavía estabas vivo.
(Gracias Daryl de CNN; y muchas, muchas gracias, Enrique Serbeto del diario ABC de España.)
El lobby del hotel Spinghar (que significa “montañas blancas”) estaba plagado de jóvenes afganos armados, miembros del equipo de seguridad de algunos corresponsales; tras la muerte de cuatro periodistas el 19 de noviembre muchos reporteros decidieron contratar a guerrilleros para su protección. Y en el jardín del hotel había un muchacho que, en lugar de decir “buenos días”, preguntaba: “¿Va usted hoy a la zona de guerra?” como si se tratara de ir a comprar zanahorias al mercado. Además, un montón de niños te perseguía como un enjambre de avispas, pidiendo monedas y repitiendo hasta el cansancio que eran muy pobres: “I’m a poor boy, I’m a poor boy…”
Me fuí del hotel con una mezcla de nostalgia y alivio. Las noticias de la guerra daban sus últimas patadas de ahogado y, para ser muy franco, nunca dejé de tener miedo durante mi estancia en Jalalabad y Tora Bora. Me sentí muy frágil y vulnerable. El peligro no era morir en combate; el verdadero
peligro era ser atacado o robado por alguno de los muchos y dispares grupos armados de bandidos y guerrilleros. El miedo, estoy seguro, me mantuvo alerta y evitó que me relajara en un lugar donde no se puede confiar en nadie.
Le pagué a Naim, le di un abrazo como a un hermano y me subí a un taxi (100 dólares) que me llevaría desde Jalalabad a la frontera con Pakistán.
Podría haberme quedado en Afganistán un par de días más. Pero no quise estirar mi suerte. Me esperaban en casa a cenar.