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IMPERIO INVADIDO

Chicago

Hoy los vi. Están por todos lados. No hay rincón de Estados Unidos sin su presencia. Y, además, seguirán llegando; no en miles sino en millones.

Me refiero por supuesto a los inmigrantes indocumentados. No hay consenso en las cifras. Las más conservadoras apuntan a seis millones de personas. Pero esos son los números de los empleados de la Oficina del Censo, mundialmente famosos por no contar a montones y montones de individuos cada diez años. Siempre se quedan cortos. Basta decir, entonces, que los inmigrantes indocumentados son muchísimos y seguirán siendo más…a menos, claro, que el gobierno del presidente George W. Bush se atreva a cambiar las reglas del juego y los legalice. Y eso aún está por verse.

Con motivo de la Feria del Libro en español en esta ciudad conocí a una estudiante de sicología de Guadalajara que extrañaba a su familia, y a una joven de Guatemala que espera un bebé en las próximas semanas, y a un trabajador de la construcción de Guanajuato lastimado de la espalda. Todos indocumentados y recién llegados. No hay que ser magos para entender que algo los expulsó de sus países de origen -falta de trabajo, de oportunidades, de escuelas y servicios medicos- y algo los atrajo a Estados Unidos -la posibilidad de vivir mejor.

Cada uno de ellos tiene una historia extraordinaria. Cómo dejaron a su familia, cómo cruzaron el desierto o un río encabritado, cómo se salvaron de los coyotes y de los “coyotes” (traficantes de indocumentados), cómo consiguieron un lugar en la escuela y sus papeles (falsos) para poder trabajar. Merece una película de Hollywood cada inmigrante que se aventura por la frontera, cada balsero que llega a las playas del sur de la Florida, cada dominicano que arriesga la vida para navegar en una yola el canal de la Mona y llegar a Puerto Rico.

Pero no. Los norteamericanos, en general, no quieren ver heroísmo en estos inmigrantes. Según una encuesta de la empresa Gallup, 87 por ciento de los estadounidenses no desean aumentar los niveles de inmigración del país. We are ok, dicen. Acusan a los inmigrantes de ocasionar gastos multimillonarios en las escuelas, hospitales y servicios sociales. Restan muy bien, sin embargo suman muy mal. De acuerdo con el más reciente estudio de la Universidad de California en Los Angeles (UCLA), los tres millones y medio de inmigrantes indocumentados de México contribuyen unos 154 mil millones de dólares al año a la economía norteamericana. ¡Tremendo negocio!

En otras palabras, el rechazo a la migración mexicana y latinoamericana tiene más que ver con una cuestión de racismo que con razones económicas. Cuando eran italianos o polacos o ciudadanos de otros países europeos los que inmigraban en masa a Estados Unidos, el rechazo no era tan grande. Se trataba, después de todo, de otros blanquitos. ¡Benvenuti! les decían bajo la estatua de la libertad en Nueva York. Pero cuando empezaron a llegar latinoamericanos, con su piel morena, con un lenguaje -el español- que se rehusaba a desaparecer ante el inglés, con familias de tres y cuatro niños, con una cultura y gastronomía riquísimas, entonces las cosas cambiaron.

A estos inmigrantes les llaman, despectivamente, illegal aliens. Usan en inglés exactamente la misma palabra -alien- que define a los extraterrestres y marcianos. Y el illegal se lo añadieron para asemejarlos a cualquier criminal. Yo, personalmente, odio el término y no les llamo ilegales. No han hecho nada malo. Por el contrario, gracias a estos indocumentados se dio el último boom de la economía norteamericana y, sin exagerar, sin la fuerza laboral de los inmigrantes Estados Unidos se paralizaría.

Eso no lo entienden muchos que creen, equivocadamente, que su país, su imperio, está siendo invadido. Aquí en Illionois los más ignorantes dicen que se trata de una verdadera invasión mexicana, los rancheros de Arizona lo plantean como una guerra y en California, sencillamente, le llaman la reconquista. La realidad es muy distinta.

Mexico no quiere que le devuelvan los territorios que perdió en 1848 ni hay tantos inmigrantes como en otras épocas. En 1910, por poner un ejemplo, 15 de cada 100 habitantes eran extranjeros; hoy solo 11 de cada 100 nacieron en otro país. Además, si Estados Unidos de verdad quisiera detener la entrada de indocumentados tiene a su disposición el ejército más poderoso del mundo. Pero no quieren detener su entrada porque económicamente no les conviene. Los trabajadores extranjeros son una absoluta necesidad.

Por eso es apropiada, legítima y loable la postura del gobierno del México de buscar la legalización del mayor número posible de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos lo más rápido que se pueda. Es sorprendente ver a un presidente de México y a su canciller negociando al tú por tú con los estadounidenses en defensa de los inmigrantes mexicanos como lo hacen Vicente Fox y Jorge Castañeda en Washington. Ese es un gran cambio. El contraste con los antiguos gobiernos priístas -que siempre le huyeron acobardados al tema migratorio- es asombroso.

El presidente George W. Bush ya está convencido que it’s in the best interest of the United States negociar un acuerdo migratorio con México. Ahora sólo falta convencer a los sectores más conservadores de Estados Unidos y al congreso de que la única invasión que está sufriendo su imperio es de gente con muchas ganas de trabajar y cuyos talentos mejoran la vida de todos los norteamericanos. Y esa es la batalla más difícil porque se enfrenta a las mentes más cerradas y prejuiciadas de esta -irónicamente- nación de inmigrantes.

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