Abril 19, 2003 / EL NUEVO HERALD
Para convertirse en ese ”testigo insobornable de la historia” que Jorge Ramos Avalos quiso ser, ha vivido Atravesando fronteras. La primera vez, cuando en México le censuraron una entrevista a Elena Poniatowska y lo forzaron a escoger entre la servidumbre al régimen o volar, rumbo al norte. Durante la caída del muro de Berlín, estaba ahí, de pie, temblando no tanto por el frío –en la premura del viaje olvidó el abrigo– como por la exaltación de arrancar un trozo de piedra con graffitti que aún guarda como un talismán. Voló también a Puerto Rico para oír a Rubén Berríos, y escribió las palabras de una mujer que, después de ese 4 de mayo del 2000, en que los ”marines” hicieron sentir la fuerza de su ocupación en Vieques, gemía: ”Se llevaron a los nuestros sólo por buscar la libertad”. Lleva dos décadas cubriendo cada lugar del planeta donde está en juego la fragilidad de su curso.
Hace unas semanas, al trasmitir desde Kuwait el destino de la estatua del sangriento Hussein que los iraquíes asaltaban en Bagdad, evocaba el instante en que había visto desplomarse la de Stalin y, exclamaba conmovido: ”21 días han bastado para terminar 25 años de dictadura”. Pero no es menos cierto que, en en su entrevista con George W. Bush en A la caza del león había registrado, bajo el subtítulo Bush, besos y bombas, cómo, ”el viernes 16 de febrero del año uno del tercer milenio” –mucho antes del fatídico 9-11– mientras el Presidente enviaba besos a la madre de Vicente Fox, 24 aviones norteamericanos y británicos bombardeaban Irak y había docenas de víctimas, simplemente como resultado de uno de esos ”ataques de rutina” que desde hacía una década se realizaban como ejercicio.
Ramos era mucho más libre de lo que es hoy, el 2 de enero de 1983, en que llegó a Los Angeles con dos posesiones: una maleta de mano, y una guitarra, que es uno de los pocos objetos por los cuales siente apego. Cuando mira hacia atrás o hacia adentro –exactamente en eso consistió el ejercicio de sentarse a escribir su autobiografía Atravesando Fronteras– confiesa también que en algún momento tuvo que escoger entre la ternura y ser guerrero, y optó por lo segundo: “era la única forma de sobrevivir y de triunfar”.
”Al ser uno entre cinco hermanos, tuve que convertirme en independiente; al enfrentarme a mi padre y a los curas de la escuela que me golpeaban tuve que actuar como un rebelde; al desafiar la censura en Televisa tuve que renunciar y atravesar la frontera, dejando atrás un país represivo, pero en el que se quedaban todos mis lazos afectivos. Empecé a caminar solo. Saber hacerlo es a la vez mi mejor cualidad y mi peor defecto”. Por primera vez, Ramos está hablando de sí mismo. No de lo que opina sobre lo que pasa en torno suyo, sino de lo que siente. Le costó mucho, porque es introvertido; porque a veces necesita pasar desapercibido con una urgencia tremenda; y sobre todo, porque de tanto usar la máscara del guerrero invulnerable, le resulta dificilísimo mostrar su vulnerabilidad.
¿Es una cuestión de cultura el usar una máscara?
”Todos los mexicanos usamos máscaras desde niños. Los pueblos latinos somos muy parecidos en eso, tenemos muchas cabezas; es una forma de protegernos. Es algo que surge de una cultura subyugada, y acostumbrada a lidiar con el poder: primero con pueblos enemigos, luego los conquistadores, después las clases dirigentes y finalmente la nueva clase política y los empresarios poderosos. Las máscaras nos han servido sencillamente para sobrevivir. En cuanto a mí, la imagen que la gente ve en el noticiero no es una imagen completa, mi rostro tiene una máscara noticiosa, porque el periodismo informativo exige no dar nuestro punto de vista, borrar las emociones. Pero la escritura empieza detrás de la máscara. Es un modo de írsela quitando”, afirma.
¿Enfrenta sus demonios en su autobiografía, las preguntas no resueltas?
”Todos andamos peleando contra nuestros demonios, y yo tengo también los míos. Creo que nos ayudan a crecer, a explorar áreas nuevas. Tal vez son lo más irreverente que tenemos dentro. Hay dos formas de plantear tu vida: una es que somos lo que recordamos y la otra es de contar lo que está escondido. Yo me atrevo a contar lo que recuerdo, lo que no creo que sea conveniente contárselo a nadie es lo que escondo”, añade.
Aunque se ha hecho famoso como presentador de televisión, Ramos se podría imaginar viviendo solo como escritor, sin importar que fuera mucho más pobre para el resto de su vida. Tal vez porque en el trabajo de hallar palabras para contar el propio destino y el de los otros encuentra un rostro más próximo al suyo que el que muestran las pantallas de televisión.
Cuando era adolescente y soñaba con ser futbolista, vivía obsesionado por lo que el cuerpo cuenta del carácter. Descubrió que los pies reflejan el alma, pues ”de algún modo guardan la forma en que hemos caminado”. Los suyos, arqueados, poco estéticos, son muy rápidos: de niño nadie le ganaba en las carreras. ”Me sirvieron para correr, y correr me sirvió –y me sirve– para no morirme hacia adentro, para sacar las tensiones”, admite. A veces lo llevan a esos lugares del mundo donde nadie sabe quién es Jorge Ramos. Las otras dos cosas de su cuerpo que lo reflejan son su acento y su nariz. El acento con que habla ”un español madreado” cuenta de la aventura de un mexicano que deja su país, y se despoja de localismos para convertir su lengua en neutral al llegar a Estados Unidos. En cuanto a su nariz –torcida de nacimiento– tiene la huella del niño que no temía enfrentarse a trompadas. Al hecho de haber perdido el olfato, y casi por completo el sentido del gusto, le atribuye la agudeza de la vista. Por algo, su segundo libro se llama Lo que vi. “Sé captar –admite– en un solo golpe de vista, todo. Hay pocas cosas que se me escapan y eso es algo que asusta a veces a los entrevistados”.
Dice que la maldición periodística de fin de milenio es ”esa mezcla de noticias con entretenimiento” que lo exasperó, cuando pasó eternidades reportando el capítulo de sexo, mentiras y vídeo de Clinton. A los 44 años, siente que ha tenido una vida muy intensa. “Han sido –dice– dos aterrizajes de emergencia, cinco continentes visitados, tres guerras, 60 presidentes entrevistados, incontables reportajes que hacen parecer largo el recorrido”.
Sin embargo, no habría pensado escribir una autobiografía a los 43 años, si no fuera porque en Estados Unidos hay toda una cultura en torno a éstas, y lo sedujo la propuesta de Harper & Colllins que finalmente tuvo un efecto estremecedor: lo obligó a revisar el sentido de lo vivido de un modo tan profundo que podría estar cerca a la hora de cambiar su destino. “Si hay una constante en mi aventura americana –reflexiona– es el deseo de regresar, como Ulises, al hogar. Dentro de dos años, cumpliré 20 de estar en este país y entonces, será la fecha límite de esa nostalgia; creo que después, ya no hay regreso. Para entonces habré definido si vuelvo a México o me quedo”.
Ante el camino que sigue, anhela dejar una huella para cuando se haya ido. No importa si el mejor modo de hacerlo es dar el viraje definitivo hacia el escritor, o dejar atrás al periodista que observa para convertirse en un gestor de políticas internacionales: como Martín Fierro, Ramos parece decirse: ”Muy pronto vamos a llegar. Entonces sabremos a dónde”. En todo caso, ningún camino desandará lo andado y la última frontera desembocará en lo más verdadero de sí mismo.