Primero lo primero: Juan Pablo II fue un hombre extraordinario. La estoica y hasta valerosa manera en que llevó sus enfermedades durante los últimos días de su vida lo convirtió en un ejemplo para los discapacitados de todo el mundo. Era, según lo interpretaban muchos católicos, una forma de cargar su propia cruz y de que su sufrimiento le sirviera a otros. Pero no podemos pensar en el Papa como un ser débil.
A pesar de sus problemas médicos y de las consecuencias del atentado contra su vida en 1981, Juan Pablo II fue un Papa con una voluntad inamovible. Además, resistió con inusitada fortaleza las crecientes presiones para que cambiara algunos de los preceptos más tradicionales de la iglesia católica.
La imagen de un Papa viajero, sonriente, políglota, que visitó más de 130 países y que viajó más de un millón de kilómetros –el equivalente a ir de la tierra a la luna tres veces- contrastaba con la del líder religioso que no cedió en lo más mínimo frente a las presiones por modernizar y actualizar a una iglesia que tiene mil cien millones de seguidores en el planeta. Cuando Juan Pablo II comenzó su papado, hace más de un cuarto de siglo, la iglesia no permitía el uso de condones para contrarrestar la epidemia del sida, rechazaba oficialmente a los homosexuales y las mujeres no podían convertirse en sacerdotes. Tras la muerte del Papa, todo esto sigue exactamente igual.
Lo que también sigue igual es la cultura del silencio dentro del Vaticano. Uno de los momentos más difíciles del papado de Juan Pablo II fue el escándalo de abuso sexual de sacerdotes católicos en contra de menores de edad. De acuerdo con un informe de la Conferencia Nacional de Obispos Católicos de Estados Unidos, desde 1950 a la fecha, 10,667 niños fueron abusados sexualmente por 4,392 sacerdotes. Dos de cada tres de las víctimas fueron abusadas más de una vez y la mayoría de los religiosos criminales nunca fueron enjuiciados o encarcelados y se encuentran en libertad. Es el pecado del silencio.
¿Cuándo supo el Papa de este escándalo? ¿Por qué permitió que muchos de estos depredadores sexuales con sotana, en lugar de haber sido reportados a la policía, fueran trasladados de una parroquia a otra? ¿Por qué el silencio de años? Nunca lo sabremos porque el Papa no acostumbraba dar entrevistas a la prensa. Pero el manejo de este escándalo, sin duda, cuestiona el dogma de la infalibilidad papal; hay miles de víctimas inocentes como prueba.
La primera vez que vi a Juan Pablo II fue en enero de 1979 en la ciudad de México. Era su primer viaje luego de haber sido elegido como sumo pontífice en Roma el 16 de octubre de 1978. Y, como miles de jóvenes mexicanos, fui a verlo al zócalo de la ciudad de México, frente a la Basílica de Guadalupe. Esperábamos con ansias a un líder que nos dijera cómo la religión podía tener relevancia en nuestras vidas. Recuerdo la emoción de verlo a lo lejos mientras la multitud me apretujaba peligrosamente contra unas rejas de seguridad. No me importó la planchada; estaba ahí buscando sentido a mi vida. Pero desafortunadamente no encontré las respuestas que buscaba. Su imagen de amabilidad y apertura chocaba con un muy tradicional discurso religioso. No había ahí nada de flexibilidad ni nada para mí.
No, Juan Pablo II no fue el Papa del cambio. Por el contrario, reafirmó los preceptos más conservadores de una iglesia que ha sobrevivido con éxito más de dos mil años. Pero al hacerlo dejó afuera a millones: a los que creen que usar un preservativo es mejor que morir de sida, a las mujeres que usan pastillas anticonceptivas violando las prohibiciones de la iglesia, a los jóvenes que no lo piensan dos veces antes de tener relaciones sexuales prematrimoniales, a los homosexuales que no quieren ser discriminados por sus preferencias sexuales, a las muchachas que no entienden por qué un adolescente de su edad sí puede aspirar a ser sacerdote pero ellas no, a los que esperaban que su iglesia castigara a los violadores sexuales en lugar de esconderlos en sus parroquias, a los que deseaban una religión incluyente, no excluyente, y a los que, en resumen, querían una iglesia actual y en sintonía con nuestros tiempos.
Juan Pablo II, hay que decirlo, fue un Papa duro, exigente, y eso tuvo sus consecuencias. Durante su papado muchos fieles dejaron el catolicismo para refugiarse en iglesias evangélicas, disminuyó enormemente la asistencia a misa (particularmente en países como España e Italia) y se incrementaron los problemas para reclutar a jóvenes seminaristas. Y este es el reto para el nuevo Papa.
Como periodista, me tocó cubrir varios de los viajes del Papa por América Latina. A nivel noticioso, cada vez que Juan Pablo II visitaba una dictadura o un país con un régimen autoritario existía una enorme expectativa para ver si el Papa contribuía a su desmantelamiento. Así visitó la Argentina de los milicos en 1982, la Nicaragua sandinista en 1983 y el Chile de Pinochet en 1987. Pero el viaje que más me impactó fue el que hizo a Cuba en 1998.
Me acuerdo perfectamente como los corresponsales estadounidenses dejaban la Habana con urgencia -para cubrir las primeras informaciones del escándalo sexual del presidente Bill Clinton con la becaria Mónica Lewinsky- mientras el resto del mundo esperaba el encontronazo entre Juan Pablo II y el dictador cubano, Fidel Castro. La enorme esperanza del exilio cubano y de la disidencia interna en Cuba era que el Papa, tras la caída del muro de Berlín, acelerara la caída del régimen castrista (al igual que lo hizo en Polonia).
La visita del Papa, hoy lo sabemos, no tumbó a Castro. Pero sí le dejó muy claro a los disidentes que no estaban solos. Además, a partir de ese viaje varios gobiernos latinoamericanos se atrevieron a distanciarse del tirano, por primera vez en décadas, e incluso a romper relaciones diplomáticas.
A pesar de todo lo anterior, el mayor recuerdo que me queda del Papa no fueron sus viajes ni sus discursos; eran sus ojos los que siempre me impresionaron. Denotaban una increíble paz interior. ¿Cómo podía tener ese balance, esa tranquilidad, quien cargaba mil preocupaciones en la cabeza y vivía en un cuerpo adolorido? Esa paz interior solo la he visto en otros dos hombres: el Dalai Lama y Sai Baba en la India.
Juan Pablo II no fue un Papa para todos. Pero su grandeza estriba en que dejó su huella incluso entre aquellos que nunca lo reconocieron como su guía espiritual. Y eso es mucho Papa.