Miami.
La intrascendencia ceremonial de la pasada cumbre Iberoamericana en Cuba contrasta con lo que ocurrió fuera de los eventos oficiales; presidentes y cancilleres se reunieron -¡por fin!- con disidentes cubanos y eso es lo que ha destacado la prensa en todo el continente. Para ser franco, ésta es la primera cumbre que recuerdo en la que Fidel Castro no fue el protagonista. Ahora fueron sus opositores. Ya era hora.
Llama la atención, por ejemplo, el llamado a una “autentica democracia” por parte del rey Juan Carlos de España (aunque no quiso meter la palabra “Cuba” en la misma frase) y el encuentro de la canciller mexicana Rosario Green con el disidente Elizardo Sánchez. Y esto es significativo porque España es uno de los principales socios comerciales de la dictadura y México su aliado histórico. Otros jefes de estado y representantes de gobierno hicieron cosas parecidas durante su estancia en Cuba. Desde luego, estos son gestos tibios. Nadie crítico la dictadura desde dentro. Pero algo es algo.
A nivel oficial, la cumbre fue un desperdicio. Como casi siempre. ¿Se imaginan el enorme impacto que hubiera tenido una propuesta firmada por todos los presidentes participantes en la Habana para que se realizara un plebiscito en Cuba? Pero no. Los mandatarios se achicopalaron. Les dio pena ofender a su anfitrión y desaprovecharon una de las mejores oportunidades en cuatro décadas de empujar hacia la democracia a la última dictadura del continente americano.
Además, nadie se atrevió a decirle a Castro en su cara que había mentido al firmar un acuerdo -en la cumbre de Viña del Mar en 1996- en la que se comprometía a promover el pluripartidismo en Cuba. En la isla, los únicos chicharrones que truenan son los del partido comunista. Y se acabó.
Me pregunto si todos los países que asistieron a Cuba hubieran tratado con la misma cortesía a otro dictador. Se me ocurre que si Augusto Pinochet hubiera convocado al final de su dictadura a una reunión iberoamericana en Chile (como la de la Habana) casi nadie hubiera participado. La doble moral que existe en América Latina, España y Portugal respecto a Fidel Castro es impresionante. A veces, entre los mandatarios mas mediocres, lo único que falta es que le aplaudan por los muertos, por las constantes violaciones a los derechos humanos y por la ausencia de las libertades mas básicas.
Da vergüenza -lo confieso- tener en América Latina a políticos de tan bajo calibre.
Ojalá hubieran seguido el ejemplo de un periodista que sí hizo bien su trabajo y quien tuvo un encontronazo con Fidel Castro (unos días antes de la cumbre) y del que todavía se está hablando. Estoy convencido que todo entrevistado tiene su punto débil. Y el dictador cubano Fidel Castro no es la excepción. En todo gobernante hay contradicciones, vulnerabilidades, y la tarea del periodista es encontrarlas. Y éste es, pues, el cuento de cómo un periodista le encontró el punto flaco a Castro.
Alejandro Escalona, director del semanario Éxito Chicago, fue a la Habana a cubrir la reciente visita del gobernador de Illinois, George Ryan. Y él, al igual que docenas de periodistas mas, fue sorprendido cuando Castro se apareció –en el último día de la visita- en el auditorio de la Universidad de la Habana para ofrecer una conferencia de prensa. Pero si Castro creyó que toda la comitiva periodística que acompañaba al gobernador Ryan estaba dispuesta a escuchar por horas sin cuestionarlo, se equivocó. Las preguntas -según me contó mas tarde Alejandro- no pararon y el que no preguntó “fue porque no quiso”.
Alejandro, graduado en literatura, es un mexicano que vive en Chicago y que ha seguido la mejor tradición del periodismo norteamericano. Es decir, sabe buscar la noticia, es preciso e imparcial hasta el cansancio, y cuando está armado con los datos de la investigación, se lanza a retar (y a poner en aprietos) a la autoridad. No le hace el juego a nadie. Las palabras censura y autocensura no están en su vocabulario.
Bueno, pues cuando le tocó preguntar a Alejandro en la conferencia de prensa, Castro tropezó. Primero le preguntó si estaría dispuesto a realizar un plebiscito en Cuba como el que se llevó a cabo en Chile respecto a Pinochet. Alejandro estaba comparando manzanas con manzanas, dictadores con dictadores. Pero Castro no lo entendió así y le contestó: “Usted está haciendo comparaciones que no tienen nada en común”. Un poco mas tarde, Alejandro insistió. “Después de 40 años ¿no es tiempo ya de dejar el poder a las nuevas generaciones?”, preguntó. Y Castro, en medio de un tremendo rollo, logró contestar: “No hay que hacer ningún plebiscito…Yo soy un combatiente, yo soy un luchador. Y mientras tenga energía no abandonaré mi puesto”.
El banderillazo había sacado sangre. Al finalizar la conferencia de prensa, cuando Castro salía hacia la calle, vio a un grupo de estudiantes que lo esperaba y le dijo a uno de sus asistentes: “traigan al mexicano…”. Y el mexicano, que se había quedado en el salón de la conferencia, fue llevado mas rápido que inmediatamente al lado del comandante. Ahí, entusiasmados por la presencia del dictador, los jóvenes gritaban que “noooo” querían un plebiscito. “Nooo”. Pero el periodista no se asustó y siguió preguntando. “Si el pueblo en realidad tiene el poder”, le cuestionó a Castro, “¿por qué no deja ya la presidencia?” A lo que él respondió: “¡Porque no me da la gana!”. Y ahí se dobló Fidel.
Por fin Castro fue obligado a reconocer públicamente que el único poder que cuenta en la isla es el de él y que el resto son puras trampas y fantasías. Es obvio que el tema del plebiscito le duele a Castro porque no tiene como justificar su negativa a realizarlo. Si realmente tiene el apoyo del pueblo cubano, como él asegura, ¿por qué no ratificarlo con un plebiscito”. La respuesta es clara. Porque como me dijo el disidente Yosvany Pérez Díaz, en la Habana, el año pasado: “en unas elecciones libres, el gobierno (de Castro) no gana, no sale”.
Le entrevista de Alejandro con el dictador cubano me recordó un brevísimo encuentro que tuve con Castro durante la primera cumbre Iberoamericana, en Guadalajara, México (1991). La conversación en un pasillo del hotel Camino Real había comenzado mas o menos bien, pero cuando le dije que “muchos creen que éste es el momento para que usted pida un plebiscito”, Castro brincó. “Respeto la opinión de esos señores”, me dijo. “Pero realmente no tienen ningún derecho a reclamarle ningún plebiscito a Cuba”. Después de que pronuncié la palabra “plebiscito”, sentí en mi estomago el codo de uno de los guardaespaldas de Castro, que luego se interpuso entre los dos. El micrófono se quedó volando y yo cai al césped. Ahí terminó la entrevista.
Alejandro Escalona ha corroborado lo que muchos habían sospechado antes; que el punto débil de Castro está intrínsecamente ligado a la idea de un plebiscito. El sabe que ha perdido su legitimidad en el poder por ejercerlo de forma tan violenta y antidemocrática durante 40 años. Una cosa es liderar un revolución y terminar con la dictadura de Batista y otra muy distinta es apropiarse de los ideales de un pueblo y gobernarlo a base de represión y miedo. Por eso, cada vez que alguien le sugiere a Castro la necesidad de realizar un plebiscito, enfurece y se hace chiquito. El tema lo rebasa.
Desde éste punto de vista, la pasada cumbre Iberoamericana fue una oportunidad perdida. El mejor momento para pedir un plebiscito se ahogó en discursitos. Muchos de los presidentes que asistieron a la cumbre -otra vez- no tuvieron el valor de hacer bien su trabajo. Alejandro, el periodista, sí.