Primero la verdad: los 3,140 kilómetros (o 1,951 millas) que separan legalmente a México de Estados Unidos no son, en realidad, un frontera. Cada día más de un millón de personas la cruzan legalmente y otros, no tantos, lo hacen ilegalmente. Miles de millones de dólares en mercancía saltan en horas de un país a otro a través de trailers y camiones. Y las drogas provenientes de Colombia, que cruzan por México y Centroamérica, se cuelan sin muchos problemas al principal consumidor de estupefacientes del mundo. Por lo tanto es más apropiado pensar en la frontera como una rayita en el mapa que como una barrera infranqueable que separa a dos mundos totalmente distintos.
Lo que ocurre del lado mexicano inevitablemente se siente del lado norteamericano y viceversa. Así, los 800 asesinatos que han ocurrido en lo que va del año en la zona fronteriza de México por la violencia del narcotráfico dejan también sus orificios de bala en Estados Unidos. Por eso el gobernador de Nuevo México, Bill Richardson, declaró el estado de emergencia en varios condados o municipios fronterizos con México citando amenazas a sus cuerpos de policía. Pero los 1,750,000 dólares extras que pudiera recibir del gobierno federal no van a cambiar nada, absolutamente nada. La narcoviolencia no se para solo con dólares.
El caso de Arizona es distinto. Ahí la bronca no es la violencia del narcotráfico que se filtra desde México sino los inmigrantes indocumentados que utilizan las montañas y desiertos de ese estado para entrar a Estados Unidos. Más de la mitad de los 3,000 arrestos que hace diariamente la patrulla fronteriza se realizan en Arizona. Pero la declaración de emergencia de la gobernadora Janet Napolitano es, más que nada, un llamado de atención. Los 1,500,000 dólares que va a recibir Arizona no afectarán en lo más mínimo la voluntad de un solo indocumentado hambriento y sediento de huir de la pobreza en México.
Las declaraciones de emergencia de los gobernadores de Nuevo México y Arizona son, simplemente, hechos simbólicos. Aún si les enviaran 10 o 100 veces más dinero, la crisis en la frontera no se resuelve a puro billetazo y, mucho menos, con acciones de fuerza.
El caso más patético es el de un legislador estatal de Arizona que ha propueso construir una barda gigantesca en la frontera con México. Los votantes tendrían que decidir el próximo año si están dispuestos a pagar un impuesto especial, o algún tipo de contribución, para construirla. La frontera de Arizona con México tiene 548 kilómetros (341 millas). ¿Y que piensa hacer usted, señor legislador, con el resto de la frontera en Texas, Nuevo México y California? Ese gasto multimillonario sería como enterrar monedas en el desierto. Es decir, no serviría para nada.
El problema en la frontera no es cuestión de leyes, bardas o policías. Es, sencillamente, un problema de oferta y demanda. Mientras haya trabajadores desempleados –o ganando menos de 5 dólares al día- en México y el resto de América Latina y trabajos para ellos en Estados Unidos donde pueden ganar lo mismo en media hora o 45 minutos, habrá inmigración indocumentada. Y mientras haya consumidores de drogas en Estados Unidos dispuestos a pagar por un churro de marihuana o un pase de cocaína lo que gana un campesino boliviano o peruano en un año, habrá narcotráfico y violencia entre las bandas rivales que buscan beneficiarse de sus adicciones. Estos dos problemas no se solucionan con declaraciones de emergencia.
Lo verdaderamente grave es que la frontera está fuera de control, que hay gente muriendo ahí todos los días –por la narcoviolencia o perdidos en el desierto- y que ninguno de los dos gobiernos, el de México y Estados Unidos, están enfrentando esto como una emergencia. Con George W. Bush de vacaciones y con Vicente Fox como si estuviera de vacaciones, lo único que comunican ambos presidentes es un tibio mensaje de indiferencia antes estas muertes y ante la gravedad del asunto.
Un acuerdo migratorio y un programa que permitiera legalizar la situación de los 11 millones de indocumentados que viven en Estados Unidos sería un buen primer paso. Pero ninguna de las dos cosas van a ocurrir a corto o mediano plazo.
¿Entonces? Entonces lo que reina es la desesperanza. Una reciente encuesta del Pew Hispanic Center reflejó la terrible frustración de los habitantes de México; el 46 por ciento respondió que, si pudiera, se iría a vivir y a trabajar a Estados Unidos. ¿Cómo puede progresar un país donde uno de cada dos de sus habitantes ha perdido la confianza en su patria y se quiere ir a vivir a otro lado? La encuesta es una condena brutal al sistema político y a una economía que no da para vivir.
Un dato. La economía mexicana creció únicamente en un 3.1 por ciento durante el último trimestre. Pero solo para absorber al millón de mexicanos que anualmente se suman al mercado laboral tendría que crecer al 7 por ciento. El cálculo, por cierto, no es mío; es el que hizo un candidato presidencial llamado Vicente Fox en el año 2000.
Es decir, la economía mexicana no puede dar buenos trabajos para todos sus habitantes, particularmente los más jóvenes, y eso ocasiona que piensen en el viaje hacia el norte como su única oportunidad para salir adelante.
Y es en la frontera donde chocan estas dos fuerzas: la de los que huyen de un país y la de los que se oponen a que entren más. Al final de cuentas, los indocumentados seguirán ganando la batalla: mil se cuelan exitosamente, en promedio cada día. El hambre es más fuerte que el miedo y que las leyes y que la policía y que ideas guajiras como construir murallas chinas en el continente americano.
Por todo esto, la frontera no es más que una tenue línea marcada con lápiz y que cualquiera, con un poquito de ingenio, puede borrar.