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LA FRONTERA YA ESTA ABIERTA

Asheville, Carolina del Norte

Es un fenómeno desconcertante. No lo acabo de entender. Pero en Estados Unidos hay decenas de millones de inmigrantes y de personas cuyos familiares fueron inmigrantes que le quieren cerrar la puerta a los recién llegados. La actitud es: “yo ya entré; ahora que cierren las fronteras a los que vienen detrás de mí”.

Estados Unidos es un país de inmigrantes. A menos que se trate de los indígenas o nativos (que apenas alcanzan el uno por ciento de la población según el censo del 2000) los otros 279 millones de habitantes en Estados Unidos tienen su origen en otro lado. Lo terrible es que hay muchos norteamericanos que se olvidan que ellos o sus ancestros también fueron inmigrantes y ahora le quieren dar un portazo en la nariz a los nuevos inmigrantes.

Son ingenuos, por no llamarlos otra cosa, los norteamericanos que creen que Estados Unidos puede cerrar sus fronteras a los indocumentados. La frontera hace mucho que está abierta. Cada día entran mil inmigrantes indocumentados. Cada día.

No se asusten de nosotros. La verdad, sin nosotros los inmigrantes este país se paralizaría. No es broma; la nación más poderosa del planeta quedaría atorada si los 30 millones de inmigrantes que vivimos aquí nos cruzáramos de brazos por un día en simbólica huelga. Los inmigrantes somos el 34 por ciento de los trabajadores domésticos, el 23 por ciento de campesinos y pescadores, el 18 por ciento de la industria de servicios (como hoteles y restaurantes) e incluso el 9 por ciento de los ejecutivos y administradores. (Las cifras son del Instituto Urbano de Washington.)

Además, los inmigrantes estamos por todos lados y no sólo en los estados donde tradicionalmente nos hemos establecido como California, Texas, Illinois, Nueva York y la Florida. En la última década, de acuerdo con la Oficina del Censo, el porcentaje de latinos en Arkansas aumentó 148 por ciento, en Carolina del Norte 110 por ciento, en Tennessee 90 por ciento y en Alabama 72 por ciento. O sea, somos muchos y estamos por todos lados.

Aquí en la montañosa y mayoritariamente anglosajona ciudad de Asheville, entre restaurantes de pizzas y hamburguesas, hay un lugarcito llamado “Cancún” y un changarro de tacos mexicanos. Lo irónico es que muchos estadounidenses que rechazan la idea de dar una amnistía a millones de mexicanos en Estados Unidos bien que se comen los alimentos que cosechan y los platillos que preparan estos indocumentados. Los gustos culinarios de los norteamericanos están tan influidos por la presencia hispana que en Estados Unidos ya se venden más tortillas que bagels y más salsa que ketchup.

Y todo esto sale a colación por las negociaciones que actualmente se realizan entre los gobiernos de México y Estados Unidos para “regularizar” la situación de millones de inmigrantes indocumentados mexicanos. Dicen que son tres millones; yo creo que son más. Una comisión binacional hace cinco años calculó que en Estados Unidos había siete millones de mexicanos nacidos en México.

Sean los que sean es necesario que las leyes migratorias reflejen la realidad. Y la realidad es que los inmigrantes indocumentados contribuyeron al pasado boom de la economía norteamericana y son imprescindibles para que este país funcione bien. De acuerdo con la Academia de Ciencias los inmigrantes -legales e indocumentados- contribuyen 10 mil millones de dólares anuales a la economía de Estados Unidos, además de los miles de millones más que envían en remesas a sus países de origen.

El primer paso, estoy de acuerdo, es legalizar la situación de todos los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos, no únicamente la de los mexicanos. Sólo una amnistía, aunque sea muy limitada, puede acabar con el miedo y las condiciones -algunas similares a las de la esclavitud- que sufren muchos de estos inmigrantes.

Pero el segundo paso es reconocer, también, que nada va a parar el constante flujo de inmigrantes al norte. Mientras haya un trabajador que obtenga en una hora en Estados Unidos lo mismo que ganaría durante uno o dos días de trabajo en México, Honduras o El Salvador, seguirá habiendo inmigración indocumentada al norte. Nada parará la ola migratoria del sur. Ni nuevas leyes, ni el ejército, ni barreras más altas.

Por eso, junto a la regularización migratoria en Estados Unidos, urgen dos cosas:

1) Un sistema que dé permisos de trabajo y garantice ciertos servicios sociales a algunos de los más de 350 mil indocumentados que todos los años entran a Estados Unidos.

2) Un plan de desarrollo conjunto para todo el continente que enfrente el problema de la pobreza en el caribe y América Latina. Sin un plan económico hemisférico a largo plazo, la bronca de la inmigración indocumentada no tendrá fin.

Estados Unidos otorgó una amnistía migratoria en 1986 y ahora probablemente ofrezca otra en el 2002. Pero si no se ataca el problema de la migración indocumentada de una manera realista, global y a largo plazo, volveremos a discutir las mismas cosas dentro de cinco, 10 o 15 años.

La frontera ya está abierta. Es una coladera y nada ni nadie la podrá tapar.

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