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LA GRAN DECEPCION

No sé por qué alguna vez pensé que el presidente George W. Bush podría resolver el problema migratorio de Estados Unidos. No sé. Quizás fue por la forma tan agresiva como enamoró al voto latino en las elecciones del 2000 y del 2004. O por su insistencia de que, por ser ex gobernador de Texas, entendía la situación de los nuevos inmigrantes. Pero obviamente me equivoqué.

Pensé, tal vez, que Bush podría hacer lo mismo que Ronald Reagan en 1986 al legalizar a unos tres millones de indocumentados con una amnistía. No se atrevió. Es cierto que dicha amnistía no resolvió el problema migratorio. Pero algo radical y creativo se tenía que hacer. Y Bush tenía el poder –y la mayoría en el congreso- para hacerlo.

No lo hizo. La propuesta migratoria que revivió el presidente Bush hace unos días no es más que un refrito de su plan original presentado el 7 de enero del 2004 en la Casa Blanca. No hay nada nuevo: reforzar la seguridad en la frontera –donde se cuela en promedio un inmigrante por minuto- y ofrecer un máximo de seis años de empleo a los indocumentados antes de invitarlos a que se vayan para siempre a su país de origen.

Eso, todos lo sabemos, no va a ocurrir. Me he pasado una buena parte de mi carrera como periodista entrevistando a indocumentados y sé que están aquí por que allá (y ponga aquí el nombre de cualquier país latinoamericano) se mueren de hambre. Y para ellos es preferible violar las leyes migratorias a estar condenados, en su país de origen, a una vida en la pobreza. Aquí al menos comen; allá quién sabe. Por eso la propuesta del presidente Bush está condenada al fracaso.

Aún si Bush lograra que la mayoría Republicana en ambas cámaras aprobara su plan, el fracaso vendría al séptimo año cuando nadie quisiera regresarse. El verdadero problema de la propuesta de Bush es que no resuelve permanentemente el problema migratorio. Por el contrario, le enviaría un paquete aún más gordo y espinoso al presidente que le siguiera.

La única forma en que puede funcionar una propuesta migratoria es si ofrece dos cosas: una, la posibilidad de que millones de indocumentados legalicen permanentemente su residencia en Estados Unidos y, dos, que se regule de una forma realista y eficaz la entrada de las millones de personas que están haciendo sus maletas en América Latina para venirse a vivir al norte. La propuesta de Bush no incluye ninguno de estos dos puntos. Por eso va a fracasar.

Mi ilusa esperanza de que Bush resolviera el problema migratorio surgió en noviembre de 1999, la primera vez que entrevisté en Austin al entonces gobernador de Texas. Con una sensibilidad sobre el tema que no había escuchado nunca en un candidato presidencial, Bush me dijo que él entendía por qué un padre o una madre con un niño hambriento en México, donde gana medio dólar al día, decide venir a Estados Unidos a ganar 50 dólares diarios. Salí convencido de que éste era un hombre que, aunque se oponía a una amnistía migratoria como la de Reagan, buscaría un verdadera solución.

Poco después, el 9 de agosto del 2000, en una segunda entrevista –esta vez en un tren entre Oxnard y Ventura en California- Bush me dijo que estaba a favor de la reunificación de las familias separadas por problemas migratorios. Y luego, para mi sorpresa, fue el propio Bush quien me me entrevistó y preguntó mi opinión sobre la amnistía; me escuchó atento, respetuoso, interesado. Bien, me dije. Alguien que tiene una actitud así tiene que hacer algo concreto respecto a los indocumentados.

Este mismo tema lo repitió Bush, ya como presidente, en un discurso en Ellis Island el 10 de julio del 2001, cuando dijo que “los inmigrantes deben ser recibidos, no con sospechas y resentimiento, sino con apertura y cortesía.” Poco después, al hablar en Washington el 24 de agosto del 2001, el primer mandatario dijo: “Hay gente en México que tiene niños que no saben de dónde va a salir su próxima comida. Y van a venir a Estados Unidos si creen que pueden ganar dinero aquí. Es un simple hecho.”

Días después de este último discurso vino la destrucción de las torres gemelas en Nueva York y parte del Pentágono el 11 de septiembre del 2001 y el tema migratorio quedó envenenado por el terrorismo. La prioridad de Bush –y de la nación- cambió y desde entonces se hizo mucho más difícil la vida para todos los inmigrantes, igual legales que indocumentados.

Aún así, quise imaginar que durante el segundo período en el poder, ya sin la carga de la reelección, Bush retomaría el tema migratorio con fuerza y valentía y le buscaría una solución permanente. Error. ¿Dónde quedó el candidato que ofreció compasión con los más explotados del país?

Lo único positivo de todo este debate es que Bush le ha dado al tema migratorio un grado de urgencia similar al de la guerra en Irak. En los dos casos el presidente ha presentado su plan para la victoria. Pero en ambos ronda el fantasma de la derrota.

Bush, para decirlo tal cual, ha salido muy mal parado en el asunto migratorio: los conservadores lo critican por ser demasiado generoso con los indocumentados, los liberales lo acusan de dar soluciones a medias, los mexicanos están frustrados porque no cumplió con sus expectativas de negociar un acuerdo migratorio, y los latinos que votaron por él esperaban mucho más ayuda y comprensión con los indocumentados y refugiados.

Y en esas andamos, dando vueltas. Para terminar te doy un dato más. La primera vez que entrevisté a Bush, en 1999, había 5 millones de indocumentados en Estados Unidos; hoy hay 11 millones y el problema sigue creciendo.

Medimos mal a Bush. Qué decepción. ¿Qué más te puedo decir?

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