Nunca me había tocado una entrevista que terminara con un presidente comiéndose un melón. Me habían pasado muchas cosas interesantes. Pero no con frutas.
He escuchado a Hugo Chávez compararse con Jesucristo y con Bolívar. Fidel Castro alguna vez trató de ponerme el brazo sobre el hombro mientras yo trataba de preguntarle sobre la falta de democracia en Cuba. Al entonces candidato presidencial George Bush se le caían los hielos de un vaso con refresco mientras me prometía, sonriente y despreocupado, un acuerdo migratorio con México. Y el expresidente de República Dominicana, Hipólito Mejía, me recibió con un yogurt que tuve que comerme antes de hacer la primera pregunta. Sin embargo, lo que me ocurrió con el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, es nuevo.
La historia comenzó con la decisión de Estados Unidos de suspender las importaciones de melones de una empresa hondureña. Según la Administración de Alimentos y Medicinas (FDA), medio centenar de norteamericanos se enfermó por comer melones hondureños. “La fruta de esta firma aparece vinculada con un brote de salmonela Litchfield en Estados Unidos y Canadá”, aseguró la FDA en un comunicado. Así se inició la guerra de los melones.
Sin embargo, el presidente Zelaya está convencido que la acusación no es cierta. “Se tomó una decisión sin tener pruebas contundentes”, me dijo, vía satélite desde Tegucigalpa. “Nosotros vamos a demostrar que es un error el que se está cometiendo; tienen que rectificar lo más pronto posible para no seguirle haciendo daño al país y crearnos un problema de mala imagen internacional”.
Pero el daño, a corto plazo, ya está hecho. Montelíbano, la empresa cuyos melones fueron señalados por la FDA como contaminados, ya despidió a 1,800 empleados. Si esto no se resuelve pronto, se van a pudrir los melones que esperan en varios puertos norteamericanos y habrá pérdidas millonarias.
Además, países como Inglaterra y El Salvador ya prohibieron, también, la entrada de melones hondureños.
Si es cierto lo que dice el presidente Zelaya y nunca se ha encontrado una de las 254 cepas distintas de salmonela “dentro de una fruta como un melón”, entonces ¿pudiera todo este tener un origen político? Zelaya visitó Cuba el año pasado y acaba de firmar un acuerdo para obtener petróleo de Venezuela en condiciones muy favorables.
“Es un absurdo”, me dijo el presidente hondureño. “No los considero tan burdos. (No creo que) estén tomando represalias ideológicas contra un país que ha sido aliado durante años de los Estados Unidos.”
Zelaya es producto de una elección muy competido. Y por eso le pregunté si él creía que los cubanos deberían tener los mismos derechos que los hondureños de vivir en democracia y entrar y salir a voluntad de su país. “Así como no cuestionamos a China, ni a Europa ni a Estados Unidos, tampoco cuestionamos a países vecinos, a países hermanos, como la república cubana”, respondió. “Cada pueblo tiene que darse el gobierno que quiere darse.”
En Estados Unidos viven más de un millón de hondureños. La mayoría de ellos no son legales ni tienen TPS (que es una protección migratoria especial). Y miles de hondureños más se siguen yendo cada año. ¿Por qué?
“El sueño americano nadie lo va a poder controlar, aunque generemos empleo”, me dijo. Es cierto. Los salarios en Estados Unidos son muy atractivos. Pero también hay factores internos que expulsan a los hondureños de su país.
Como candidato, Zelaya hizo campaña prometiendo una dura lucha contra el crimen y la corrupción. Aún así, el año pasado la organización Transparencia Internacional puso a Honduras entre los países más corruptos del mundo –en el lugar 131 de 180- y durante su primer año de gobierno se reportó una gran racha de asesinatos.
Zelaya rechaza lo anterior como simples encuestas y como parte de una campaña de la oposición. En cambio, resalta “una reducción significativa de la pobreza -en mi gobierno se ha reducido la pobreza en 6 puntos-” y “un crecimiento (económico) del 7 por ciento durante dos años”.
Pero de continuar la prohibición norteamericana contra los melones, la economía de Honduras, en general, y de los agricultores del sur del país, en particular, se vería seriamente afectada. Por eso el presidente ha salido en su defensa.
No es un asunto trivial. En Honduras los melones significan empleos, ingresos y, sobre todo, la esperanza de no depender tanto de los 1,800 millones de dólares que envían cada año los hondureños desde el exterior.
Por todo lo anterior, el presidente Zelaya decidió terminar la entrevista de una forma muy poco usual. Jaló un caja de melones, sacó uno, tomó un cuchillo largo, partió el melón y se lo empezó a comer a mordidas frente a nuestras cámaras. “Nadie se está envenenando”, me dijo entre dientes. “Nadie se está enfermando y Estados Unidos debe volver a comer melones.”
La historia no termina ahí. Cuando le preguntaron al embajador norteamericano en Honduras qué pensaba sobre el gesto del presidente Zelaya de comer melón por televisión, su comentario fue mordaz: “Le deseo suerte”.