París, Francia.
Los recientes ataques terroristas en Londres han logrado su objetivo: crear miedo. Es difícil subirse a un metro o a un autobús en un país europeo y no pensar que los terroristas se nos pudieran haber adelantado. El éxito de los terroristas está en el hacernos pensar que nosotros –tú y yo- podríamos ser las próximas víctimas de un atentado.
Tras los primeros ataques a Londres, regresé a esta capital francesa por el tren subterráneo. Nunca había visto a tantos policías y soldados esperando antes del chequeo de inmigración y aduanas. Los habitantes de Francia suponen, con cierta razón, que los terroristas musulmanes prefieren matar a ciudadanos ingleses y no franceses. Después de todo, en Irak hay soldados de Inglaterra pero no de Francia. Pero nadie se siente a salvo estos días, particularmente por la abierta agresividad verbal de pequeñísimos grupos de militantes fundamentalistas que se han infiltrado en la pacífica comunidad musulmana en Europa.
Cerca de 20 millones de musulmanes han hecho su hogar en esta parte del mundo. Es decir, hoy en día no es posible pensar en Europa sin incluir a los musulmanes. Son el grupo minoritario más grande en Bélgica, Alemania, Dinamarca y Holanda y se calcula que, por sus altos niveles de natalidad, su población se doblará para el año 2025. En Francia uno de cada 10 habitantes es musulmán. Los cinco millones de musulmanes en Francia conforman la comunidad islámica más grande de Europa.
Ante este panorama fue más que una simple coincidencia –y un cliché periodístico- el que Mohamed fuera el taxista que me llevara al aeropuerto Charles de Gaulle de la capital francesa al final de mi viaje. Los taxistas suelen ser ese primer y último contacto de los reporteros con un país y, por estar en la calle, dicen cosas que uno nunca escucha en los palacios de gobierno.
Mohamed no fue la excepción. De origen palestino, Mohamed había vivido en Michigan por unos años pero luego emigró a Francia donde él y su familia percibían menos discriminación. Cuando supo que yo venía de una breve visita a Londres, tras los bombazos, y que era un periodista que vivía en Estados Unidos, los papeles se invirtieron y él empezó a hacerme mil preguntas. “¿Por qué está Estados Unidos en Irak? ¿Hablan allá de los civiles y niños muertos en Irak? ¿Está haciendo algo el gobierno del presidente George Bush para promover una solución al conflicto israelí-palestino?”
“Estamos cansados de la violencia”, me dijo casi como conclusión, “nos duelen tanto los muertos de Irak como los muertos de Londres”. Y luego hizo su última pregunta: “¿Hasta cuando continuará esto?” “Al menos hasta el 2008 ”, me atreví a sugerir. “Supongo que los elementos más radicales del mundo árabe nunca van a hacer la paz con el presidente Bush ni con sus aliados.” Y luego, los dos nos quedamos en silencio.
La sospecha de que tendríamos al menos tres años más de violencia terrorista es paralizante. Pero el ataque en las estaciones de trenes de Madrid hace 16 meses, los dos que ocurrieron recientemente en la capital británica con solo dos semanas de diferencia, las brutales explosiones en el puerto turístico de Sharm El Sheik en Egipto y las nuevas revisiones en busca de explosivos a los pasajeros del metro en Nueva York sugieren que estamos perdiendo la guerra contra el terrorismo.
Lo más preocupante de esta tendencia es que el número de jóvenes dispuestos a suicidarse en un ataque terrorista parece inagotable, igual en Londres que en Irak. Me cuesta mucho trabajo entender qué es lo que hace que un muchachito de 18 o 20 años decida quitarse la vida, y llevarse de paso la de muchos otros, solo para enviar un mensaje político.
El odio de estos jóvenes suicidas por todo lo que huela a occidente debe ser enorme. El caso de los primeros bombazos en Londres el jueves 7 de julio aún me tiene perplejo. El hecho de que los jóvenes musulmanes en Inglaterra sufren un 22 por ciento de desempleo –más del doble que el promedio a nivel nacional- no explica su comportamiento. Tampoco lo es la discriminación que sufren o su origen paquistaní. Es imposible tratar de entender las telarañas mentales de un terrorista suicida. Pero quizás lo que está ocurriendo en Irak y en Aftanistán los haya empujado a tomar ese paso mortal.
“A menos que la política exterior de Gran Bretaña sea cambiada y retiren a sus soldados de Irak”, dijo en Londres el clérigo militante Sheik Omar Bakri Mohammad al diario The New York Times, “me temo que va a haber muchos más ataques.” Y a pesar del extremismo y la virulencia verbal de Sheik Omar, puede ser que sus pronósticos se materialicen.
La muerte de civiles en la guerra de Irak, sin duda, ha unido en sus odios a los grupos de radicales musulmanes más dispares. De acuerdo con el proyecto de la organización Iraq Body Count (Conteo de Muertos en Irak), desde marzo del 2003, cuando comenzó la guerra, hasta hoy en día pudieran haber muerto hasta 25,881 civiles iraquíes (no combatientes). Es decir, casi 24 mil muertos más que soldados norteamericanos fallecidos en Irak durante el mismo período. Y puede ser que estos ataques suicidas sean una cruel y enfermiza forma de compensar, en la mente de los terroristas, las muertes de civiles y la ocupación militar en Irak.
Pero lo que sí sabemos es que la violencia, dentro y fuera de Irak, va a continuar.
Bush y Blair no han puesto una fecha de salida de sus soldados de Irak, los terroristas –como demostraron los segundos ataques en Londres- están fuera de control y, en realidad, no hay mucho que se pueda hacer cuando un joven está dispuesto a convertirse en martir y suicidarse rodeado de personas inocentes.
Cada vez que un civil muere por un atentado terrorista en cualquier parte del mundo, damos un paso atrás en la guerra antiterrorista. Y por eso esta guerra no la estamos ganando.