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LA GUERRA TAMBIEN ES AQUI

Miami

-“¿Por qué no estás en Afganistán?” me preguntó un amigo periodista. “Creí que estabas cubriendo la guerra.”

-“Estoy cubriendo la guerra”, le respondí. “Estoy, de hecho, en la mitad de la guerra.”

La guerra, sí, se está peleando en Afganistán. Pero el otro frente de batalla es aquí mismo en Estados Unidos. Es raro pensarlo. Desde la guerra civil (1861-1865) no se había luchado una guerra en territorio norteamericano. Hasta ahora.

Esta guerra tiene dos frentes de batalla. Uno, en Afganistán, donde la guerra se está peleando en la capital, Kabul, en el centro religioso de Kandahar y en las montañas y desiertos controlados todavía por el ejército talibán. El otro frente es aquí en Estados Unidos, donde la guerra se está peleando en las oficinas de correo, en el capitolio de Washington, en las oficinas de los principales medios de comunicación, en las calles de Florida y Nueva York y hasta en la mismísima Casa Blanca. Allá se pelea con bombas y municiones. Aquí se pelea con ántrax y con el miedo de la gente que espera -debido a las advertencias del procurador John Aschcroft- otro ataque terrorista en cualquier momento.

Por ahora no podemos decir que la guerra aquí en casa se está ganando. Cada día aparecen nuevos casos de personas contaminadas, infectadas o enfermas de ántrax; cada día descubren otro edificio, otra oficina postal, otro lugar donde hay esporas de carbunco; cada día se contradicen unos a otros los funcionarios de la administración Bush.

Cuando el fotógrafo Bob Stevenes, de la editorial American Media, murió por inhalar ántrax el pasado cinco de octubre la explicación oficial fue que se trataba de “un caso aislado”. No fue cierto. Lejos de ser “un caso aislado” la amenaza del ántrax se ha extendido a todas y cada una de las 281,421,906 personas que vivimos en Estados Unidos (según las mal contadas cifras del censo). Tanto es así que el director general de correos, John Potter, fue obligado a declarar recientemente que “no hay garantías de que la correspondencia sea segura”. En otras palabras, el ántrax podría llegar a nuestras casas escondido en una carta.

Lo que más me molesta de la guerra aquí es la sospecha de que los funcionarios del gobierno estadounidense no nos están diciendo todo lo que saben. Quizás no quieren crear un pánico mayor o sencillamente creen que minimizando la amenaza, como de magia, va a desaparecer. Pero yo quiero saber si mi familia, mis vecinos, mis compañeros de trabajo y la gente con quien vivo estamos en peligro. No me gusta la verdad en dosis pequeñas o en pedacitos. Y menos cuando hay vidas en peligro.

Estoy seguro que los dos trabajadores postales que murieron de ántrax en Washington D.C. hubieran querido saber el riesgo que corrían. Pero nadie les dijo nada. Siguieron trabajando y luego, en un momentito, se murieron. ¿Por qué no trataron con el mismo cuidado a los carteros que a los políticos? ¿Por qué desalojaron el capitolio -luego que se detectó una carta con ántrax dirigida al líder del senado- pero mantuvieron en sus puestos de trabajo a los empleados postales que manipularon el correo dirigido a los congresistas? El error de tratar de una forma distinta a los políticos y a los carteros costó dos vidas. Fue doble moral -doble standard, en inglés- y eso no se vale.

La sospecha de que no nos quieren decir todo molesta. Sí. Pero lo verdaderamente preocupante es que los terroristas están, todavía, dentro de Estados Unidos y conocen perfectamente quienes son y donde trabajan los principales líderes del país. Saben donde trabajan el senador Tom Daschle y los conductores de noticias Tom Brokaw y Dan Rather. Y no tuvieron ningún problema para enviar una carta contaminada con ántrax a la Casa Blanca y otra dirigida al corresponsal del periódico The New York Times en Brasil. Lo más desconcertante de todo, sin embargo, es que no sabemos a ciencia cierta quién o quienes están detrás de los ataques con ántrax. Otra vez, una grave falla en los servicios de inteligencia de Estados Unidos (al igual que el pasado 11 de septiembre).

La guerra, la de allá, la de Afganistán, va para largo. Osama bin Laden está bien escondido y el ejército talibán resulto ser mucho más fiero y resistente de lo que se pensaba. Además, el inicio del mes sagrado de ramadan y el crudo invierno afgano harán, sin duda, las cosas más difíciles para los soldados norteamericanos.

Y la guerra de aquí, la que se lucha con ántrax y con miedo y con desinformación, ha puesto contra la pared al gobierno de Estados Unidos: las aerolíneas están en la cuerda floja luchando por sobrevivir y la economía apesta a recesión; los medios de comunicación han sido atacados (con ántrax) y el sistema de correo no es seguro; no sabemos quienes son los bioterroristas y la amenaza del ántrax podría rápidamente estar fuera de control. El panorama no es alentador.

Con un poco de nostalgia escuché de nuevo la canción It’s a beautiful day (Es un lindo día) del grupo inglés U-2. Era la canción de moda antes de los ataques del 11 de septiembre. Hoy suena lejana, extraña, fuera de lugar. El fondo musical de hoy es otro: bombazos, la tos de los enfermos de ántrax, conferencias de prensa de políticos desconcertados, videos en arabe de Osama…

Efectivamente, no estoy cubriendo la guerra de la misma manera que lo hice en El Salvador, el golfo pérsico o Kosovo. No he tenido que ir a ningún lado. En esta ocasión es la guerra la que se ha colado en mi vida diaria. Estoy en el mismo centro de la guerra cada vez que prendo la radio o la televisión para escuchar las noticias, cada vez que me subo a un avión, cada vez que abro el buzón del correo. Vivo -vivimos- en medio de la guerra.

Nota: el próximo artículo será enviado el martes 6 de noviembre desde Nicaragua.

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