Hay cosas que no pueden esperar más y una de ellas es la situación de al menos ocho millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos. No es posible que Estados Unidos, el país más rico del mundo, permita que tanta gente viva en la oscuridad, al margen de la ley y sin esperanzas de normalizar su estatus migratorio. Algunos indocumentados viven casi como esclavos. Y el presidente George W. Bush puede cambiar esto, si de verdad quiere.
Cuando algo se le mete entre ceja y ceja a Bush, lo hace. Quería sacar a Saddam Hussein del poder en Irak y ya lo logró. Ahora, con todo el capital político que ganó en las pasadas elecciones y sin tener que preocuparse por su popularidad –ya no le queda ninguna otra elección que ganar en su vida- puede demostrar que lo que prometió durante su primera presidencia lo va a cumplir en su segunda.
El secretario de gobernación de México, Santiago Creel, le exigió recientemente a Bush que cumpliera con la reforma al sistema migratorio que le prometió al presidente Vicente Fox, en su rancho de Guanajuato, durante los primeros días de septiembre del 2001. El tono de Creel, francamente exasperado, es entendible; el gobierno norteamericano lleva cuatro años -¡cuatro!- diciendo que sí va a negociar un acuerdo migratorio con México, además de legalizar temporalmente la situación de millones de indocumentados (en su mayoría mexicanos), y hasta el momento no ha presentado, ni siquiera, una propuesta concreta en el congreso de Estados Unidos. En asuntos migratorios, las palabras del gobierno norteamericano están muy devaluadas (igual que el dólar a nivel mundial).
Lo extraño de esta parálisis migratoria es que el propio presidente Bush sigue diciendo en público que sí quiere cambiar la manera en que se trata a los indocumentados en Estados Unidos. Vamos a escucharlo.
“Queremos que los agentes de la patrulla fronteriza (Border Patrol) persigan a criminales, ladrones, narcotraficantes y terroristas, no a gente de buen corazón que vino a trabajar”, dijo Bush en Washington el 20 de diciembre pasado. Un día después, en Santiago de Chile, el presidente insistió en el tema: “Prefiero que nuestros agentes de seguridad persigan terroristas…y por eso creo que un programa de trabajadores temporales es importante.”
Bush, de hecho, no ha dejado de hablar sobre el tema. “No debemos estar contentos con leyes que castigan a gente trabajadora que solo quiere ayudar a su familia y que le niega trabajadores a negocios norteamericanos”, dijo hace unos días durante su discurso sobre el estado de la unión. “Ya es hora de que tengamos una política migratoria que le permita a los trabajadores temporales ocupar los puestos que los norteamericanos no quieren…y que nos diga quien entra y quien sale de nuestro país.”
La descripción de Bush es correcta pero su solución es incompleta.
El plan del presidente le permitiría a millones de indocumentados legalizar su situación migratoria por tres años y, quizás, hasta seis. Pero luego Bush espera que se regresen a su país de origen. Y eso no va a ocurrir. Nadie que lleve seis años trabajando en Estados Unidos, ganando 10 veces más que en el país de donde vino y con niños en la escuela, se va a regresar.
Al plan de Bush le faltan varias cosas: una cláusula que le permitiera a esos indocumentados convertirse eventualmente en ciudadanos norteamericanos; una negociación con México y otros países para regular el flujo migratorio del futuro; y billones de dólares en inversiones en América Latina para enfrentar ahí los problemas de pobreza y desempleo. Pero el problema central es que ni siquiera el incompleto programa de trabajadores temporales del presidente Bush parece tener apoyo en el congreso en Washington.
Desde los actos terroristas del 11 de septiembre, por todo el país se siente un aire antiinmigrante. Y el mejor ejemplo está en Arizona, donde la propuesta 200, aprobada por los votantes, le quitó la mayoría de los beneficios que da el estado a los inmigrantes sin visa de trabajo.
Washington D.C. no es Arizona. Sin embargo, congresistas y senadores de ambos partidos tienen muy pocos alicientes para aprobar una reforma migratoria que no le guste a los votantes de sus distritos electorales. Por eso, solo el empuje presidencial puede sacar adelante este urgente proyecto. ¿Lo hará?
Es hora de que Bush cumpla sus promesas de campaña, es la hora de los indocumentados.