Ciudad de México.
Son las 8 y 23 de la mañana y cientos de personas ya están haciendo fila frente a la ultraprotegida embajada/fortaleza de Estados Unidos. Algunos están aquí desde antes que saliera el sol. Otros cientos siguen llegando.
Casi todos se quieren ir de México. Ya.
La callecita que da al Paseo de la Reforma está cargada de miedos y esperanzas. El Starbucks, además de vender cafés bien cargados con mucha azúcar, se convierte en oficina temporal del papeleo. Hace friíto, dentro y fuera del cuerpo. Se sienten los nervios.
Una mujer viene vestida como de fiesta; nomás p’a impresionar. Muchos hombres traen colgando una corbata sobre un cuello que no cierra. También para apantallar. Si no convencen a uno de los cónsules estadounidenses de que tienen trabajo y ahorros, no les dan la visa de turista.
La idea, claro, es que los que se van de turista regresen eventualmente a México. Pero todo mundo sabe que más de la mitad de los indocumentados en Estados Unidos llegó por avión y luego, al expirar su visa, se quedó ilegalmente. Uno de cada seis mexicanos se ha ido a vivir a Estados Unidos. Por las buenas o por las malas.
La calle está dura en México.
Antes de llegar a la embajada escuché al presidente mexicano, Vicente Fox, decir por televisión que en México hay 3 millones 800 mil mexicanos que viven con menos de un dólar diario y 17 millones 300 mil mexicanos que se mantienen con menos de dos dólares al día. Sí, la calle está muy dura.
Los más pobres de México equivalen a la población completa de la ciudad de México. Y cuando me imagino a una ciudad de 20 millones llena de pobres muy pobres, me pregunto: ¿cómo llegamos a este punto? ¿por qué lo hemos hecho tan mal?
El vocabulario de los mexicanos está marcado por la experiencia de ser pobre toda la vida: “ya no te acuerdas de los pobres”, “hasta que el cuerpo aguante”, “pobre pero honesto”, “nosotros los pobres”…
Lo que pasa en México se repite en todos los países de América Latina. Esta es la región con la peor distribución del ingreso de todo el mundo. Los ricos son muy ricos –el 10 por ciento más rico se lleva casi la mitad de los ingresos- y los pobres son cada vez más pobres. Y poco ha cambiado en los últimos 20 años.
Por esto –por la extrema pobreza, por la inequidad, por la injusticia social- los partidos de izquierda están llegando al poder en latinoamérica. No es magia. Simplemente dicen luchar por los de abajo, no por los de arriba. Y esa estrategia que parece tan sencilla, les ha funcionado.
La izquierda está en un trampolín. En los próximos días veremos si brinca o resbala.
Lula da Silva, superando el susto de la primera vuelta, ganó la reelección en Brasil este pasado domingo. Logró pintar a su contricante, Geraldo Alckmin, como el candidato de la élite y lo destrozó en la segunda vuelta.
El comandante sandinista, Daniel Ortega, va adelante en las encuestas y pudiera regresar al poder este domingo. Esperó 16 años este momento.
Y a menos que cometa un gravísimo error, Hugo Chávez va a reelegirse en Venezuela el 5 de diciembre. Está blindado. Si las cosas no le salen bien, tiene control del ejército y del organismo que cuenta los votos.
Pero no todo lo que toca Chávez es petroleo. El presidente venezolano a veces puede ser el beso de la muerte y ocasiona resbalones.
Tres candidatos presidenciales que fueron vinculados con Chávez –en Perú (Ollanta Humala), en Ecuador (Rafael Correa) y en México (Andrés Manuel López Obrador)- perdieron en elecciones que alguna vez tuvieron casi aseguradas.
Además, la brabuconería de Chávez en Naciones Unidas –al llamarle “diablo” a Bush- le costó caro. A pesar de los 22 mil millones de dólares que, según la oposición, ha regalado a 25 países, Venezuela no ha conseguido un puesto en el consejo de seguridad de la ONU.
La izquierda populista y autoritaria de Chávez, es importante decirlo, no es la misma de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. Hay de izquierdas a izquierdas. Es la otra izquierda –la democrática, la responsable fiscalmente, la no intervencionista, la que se opone a la guerra…- la que se abre camino en América Latina.
El problema es que los jóvenes latinoamericanos no pueden esperar a hacerse adultos para ver si la izquierda resulta una buena gobernante. Varias generaciones de latinoamericanos se hicieron viejas esperando la era de la abundancia o, por lo menos, una sociedad en que todos fueran tratados igual.
Las enormes filas –me recuerdan mucho las de Disneylandia- frente a las embajadas de Estados Unidos en las capitales latinoamericanas son un presagio terrible: cientos de miles cada año se dan por vencidos.
Ya los perdimos. Ya no apuestan por su país. Cruzan los dedos por una visa norteamericana. Y si no sale, ni modo. Se irán de mojados al norte.
Sus abuelos y sus padres esperaron un futuro mejor. Ellos no. Se van a Estados Unidos a buscarlo.