En el aire entre Barquisimeto y La Fría, Venezuela.
“Humo, humo”, gritó uno de los periodistas. “Oiga, piloto; hay humo en la cabina.”
Desde mi asiento en una avioneta de hélices para ocho pasajeros, vi una columnita de humo blanco –casi como vapor- saliendo del piso en la parte posterior de la nave.
“Heeeey, piloto”, dije, tratando de controlar mi nerviosismo, “le están diciendo que hay humo”. “Ya lo escuché”, me contestó muy parco, “estamos revisando los instrumentos.”
El primero en darse cuenta del problema fue Martín, uno de los dos camarógrafos que me acompañaban en un viaje para entrevistar al presidente de Venezuela, Hugo chavez. Desde las cuatro filas de asientos que nos separaban, Martín me hizo la señal de que algo olía a quemado.
Angel, nuestro jefe de camarógrafos –con quien he recorrido América Latina- y Marisa la productora confirmaron lo que yo no quería escuchar. “Huele a quemado”, dijo Angel, mientras Marisa reafirmaba la existencia del agudo olor moviendo su nariz.
Mi sentido del olfato es muy malo. Me han operado tres veces de la nariz y en cada intervención quirúrgica fui perdiendo la capacidad de oler. Ahora sólo detecto olores muy fuertes ¡y hasta yo también estaba oliendo algo a quemado!
El copiloto se paró de su asiento y fue a revisar la zona de donde salía el humo. Movió unos tapetitos, no vio nada raro y luego anunció: “es el aire acondicionado.”
Lo apagaron e inmeditamente se sintió mas frío en la cabina. Dejó de olerse a humo. La avioneta siguió su ascenco. 16 mil, 17 mil, 18 mil pies de altura. Llevabamos unos 20 minutos de vuelo.
Nadie hablaba. Una de las dos mujeres del grupo –una funcionaria pública- se hizo la dormida, como tratando de olvidar el peligro.
Por dentro, me sentía como un metal retorcido. No quería creer que iba en una avioneta que se había llenado de humo. Pero así era. Pensé todo en un flashazo: en mis hijos, en el testamento que había firmado hace sólo unos días, en el México de cuando era niño, en todo el tiempo perdido en tonterías…¿Y si esto se incendía en el aire? Siempre me ha incomodado mucho la idea de morirme de mañana. ¡Todo un dia desperdiciado! …y aun no daban las nueve de la mañana.
Iba sentado exactamente atrás del piloto y copiloto y, aunque no entiendo nada de aviación, veía con obsesión cada uno de sus movimiento asi como el ininteligible tablero de instrumentos buscando una lucecita roja que indicara problemas.
Nada. Respiré profundo.
El altímetro seguía moviéndose hasta alcanzar los 24 mil pies de altura. De pronto, volvió a salir humo. Esta vez con mucha mas intensidad. “Híjole”, pensé, “ahora sí ya nos llevó la ching…”
Un rayo de luz se colaba por una ventanilla y se veía como un nubecita de polvo. “Eso es polvito”, dijo la funcionaria pública, despertándose de su fingido sueño. “Nada de polvito”, repuntó otro. “Yo fumo y eso no es polvito.”
Sin decir una palabra el piloto hizo descender la avioneta a 10 mil pies de altura. Luego, le dejó los instrumentos al copiloto –que no pasaba de los 25 años- y se volteó para decirnos: “voy a despresurizar la cabina, van a sentir un dolor en sus oídos y si alguien se siente mareado o le falta el aire, díganmelo para que le dé su mascarilla de oxígeno”. Despresurizó la cabina y dejó de salir humo.
“Tenemos una misión”, continuó el piloto, un joven militar de la Fuerza Aerea Venezolana. “Hay que llegar a La Fría (donde comenzaría la gira del presidente Chavez), así que mi recomendación es que sigamos volando a esta algura hasta llegar.”
Marisa y yo casi brincamos de nuestros asientos. “Pero ¿cómo sabe que no hay un fuego en el avión?” le preguntamos. “¿No será mejor aterrizar y revisar la avioneta?”
“Es que tenemos una misión”, insistió el piloto militar. “Esa es mi recomendación y no me gustaría que hubiera una discusión entre los pasajeros y el piloto.”
El debe saber mas que nosotros, pensé. Pero al mismo tiempo no podía sacar de mi mente el accidente en que murió John F. Kennedy Jr. ni el reciente desastre aereo de Alaska Airlines que le costó la vida a 88 personas.
No habían pasado ni cinco minutos cuando volvió a salir humo. En esta ocasión casi toda la cabina se llenó de un horrible olor a chamuscado. Empecé a perder el centro y se me ocurrió, irracionalmente, gritar: “abran las ventanas”, pero antes de abrir la boca me di cuenta de la estupidez que estaba a punto de decir. ¿Y si nos ahogamos?
Todos, de alguna manera, mantuvimos una actitud de cierta calma. Pero por dentro el miedo me chupaba. Sentí mis pectorales y mis cejas temblar sin control y las palmas de mis manos eran unos chorros de agua. Me toqué la frente y mi mano patinó con el sudor. Debajo de mis brazos había dos lagunas.
El olor nunca desapareció. Mientras, algunos hacían bromas. “A ver si no nos agarra la pelona”, dijo alguien por ahí. No había de otra; era preciso hacer un aterrizaje de emergencia. El piloto se olvidó que tenía una misión y ya un poco pálido pidió permiso a la torre de control para aterrizar en el aeropuerto mas cercano –una base militar en Barquisimeto- y 12 minutos mas tarde tocamos tierra. Angel, como un Papa, besó el piso.
Ya en la pista nos dimos cuenta de lo que había pasado. “Qué idiotas somos”, comentamos. “A la primera señal de humo debimos haberle dicho al piloto que se regresara”. Pero claro, no supimos medir el peligro y no queríamos poner en riesgo la entrevista con Chavez. “Que idiotas somos”, repetí. Le di la espalda a la avioneta y me fui hacia el hangar diciendo: “yo en esa mierda ya no me vuelvo a subir.”
Tras cruzar el hangar, lo primero que vi fue a un sacerdote católico que se nos acercaba; sotana negra, cuello blanco, paso tranquilo, calvicie incipiente, sonrisa amable.
Martín y yo nos echamos a reir, nerviosos. “Esto está de película”, me dijo.
El padre Angel –nos enteraríamos mas tarde- visitaba la base ilitar todos los viernes por la mañana. No soy una persona religiosa, pero gustosamente le acepté al padre una tarjetita de una virgen –la Divina Pastora- y me la guardé en el bolsillo. No vaya a ser…
Mas rápido cae un hablador que un tonto –le escuché alguna vez a mi madre- y yo caí. No, no me subí en la avioneta descompuesta. Pero otra exactamente igual –también con una tripulación militar- nos fue a recoger. Y estoy escribiendo esto mientras volamos hacia La Fría; como terapia confesional y para contar que nos salvamos por un pelito.
Ahora ya sé a qué huele la muerte. La muerte huele a quemado. Y lo sé porque estoy en tiempo extra.