Ciudad de México.
Eran las 4 de la mañana con 15 minutos del lunes 3 de julio y me encontré a Andrés Manuel López Obrador, el candidato del Partido de la Revolución Democrática a la presidencia, a la salida de un hotel sobre el Paseo de la Reforma. Parecía lleno de energía. Caminó a paso rápido en medio de una veintena de colaboradores, saludó, soltó una sonrisa y agilmente se metió en su viejo auto.
No había en él rastro de cansancio a pesar de ser uno de los dos protagonistas de la noche más larga en la historia moderna de México. El otro protagonista fue Felipe Calderón, el candidato del Partido Acción Nacional. Horas después ya estaban dando entrevistas a la prensa.
Ambos han creado el escenario de “choque de trenes” que tanto temían los analistas. A pesar de que el presidente del Instituto Federal Electoral, Luis Carlos Ugalde, les pidió la noche del domingo que fueran prudentes, responsables y que esperaran por los resultados oficiales, los dos se declararon ganadores de las elecciones presidenciales sin hacerle caso al máximo funcionario electoral.
Esto, sin duda, erosionó la fuerza y credibilidad que el IFE y Ugalde necesitan más que nunca. Si uno de los dos candidatos cuestionará los resultados oficiales y se rehusara a reconocer su derrota, Mexico podría caer en una espiral de ingobernabilidad e incertidumbre. Además, luego que miles de simpatizantes de López Obrador y Calderón salieron a las calles a celebrar las declaraciones de sus respectivos candidatos va a ser muy difícil calmarlos y decirles: “me equivoqué, no soy el ganador, regrésense a sus casas”.
Al final de cuentas, el candidato que gane va a gobernar a un México dividido. Solo uno de cada 8 mexicanos votó por el próximo presidente de México. Y lo grave es que México tomará direcciones muy distintas dependiendo de quien gane. No se trata únicamente de irse a la derecha o a la izquierda. Es también una cuestión de verticalidad. Un candidato representa a los de arriba y el otro a los de abajo. Y solo unos cuantos votos marcarán la diferencia.
Ya sea López Obrador o Calderón quien gobierne, lo hará con un enorme lastre. El nuevo mandatario mexicano tendrá que arrastrar al país. Así será muy difícil que México compita al tú por tú con China y la India. Así será una tarea titánica el crear un millón de nuevos empleos al año para evitar que tantos mexicanos decidan emigrar hacia Estados Unidos. Así será complicadísimo que México vea hacia adelante y no para atrás.
Las cosas se complican ya que la cámara de diputados y el senado han quedado partidos en tres. El nuevo residente de Los Pinos estará obligado a negociar con los dos partidos de oposición para que se apruebe cualquier reforma importante a las leyes mexicanas. El actual presidente Vicente Fox no pudo y nada hace suponer que quien lo reemplace sí podrá.
En México no existe un plan de país que sea apoyado por todos los partidos políticos y sectores sociales. No existe un consenso nacional que permita avanzar en la educación, salud y economía independientemente de la persona que ocupe la presidencia. Cada seis años hay un temblor.
Los mexicanos ya cumplieron con su voto. Cuarenta y cuatro millones salieron a las urnas a votar en porcentajes muy superiores (60 %) a los de, por ejemplo, Estados Unidos y varios países europeos. Ahora le toca a sus líderes.
Si los candidatos actúan con prudencia, el IFE con eficacia y Fox con neutralidad, México pudiera consolidar su frágil democracia, que apenas lleva 6 años de existencia. Pero si predominan los intereses personales, la ambición del poder y la provocación, entonces el conflicto, la violencia y la sospecha son escenarios factibles. México tiene una triste historia de resolver sus conflictos con violencia. La elección presidencial del 2006 no debe ser otra página de esa historia.
Ya amaneció pero México sigue viviendo su noche más larga.